Por Claudia Rafael
(APe).- 13 años. Otro país. Otros nombres. Ya nunca más Estación Avellaneda. Hoy, entre los casquillos de balas de plomo que penden de una escultura y los grabados en cada rincón, los trenes huelen a Darío y a Maxi. La estación lleva su nombre. La calle que la rodea está protegida por la figura militante y el nombre Mariano Ferreyra. Ahí nomás. Como símbolo de las luchas que parieron al sur. Entre los recovecos de otros nombres y otras historias que ya son parte del paisaje viejo de batallas obreras de otras décadas. La callecita Obreros de la Negra y el puente Pueyrredón atravesado por cientos y cientos de trabajadores que el 17 de octubre del ' 45 marchaban por Perón. Avellaneda, patria proletaria que hoy se hunde entre los chaperíos oxidados de fábricas arrumbadas por los estragos de una historia que la iba viendo caerse de a pedazos. A metros, nomás, las casas tomadas huelen a humo de choripanes y orines desparramados por los rincones. Con las ropas de bebés que cuelgan de una ventana cubierta por nylon o cartones que detengan por un ratito el frío. Y están ahí como estaban aquel 26 de junio de hace 13 años. Entre los gritos y las balas. Entre otros humos y entre los impactos de itakas que castigaban los cuerpos hasta sangrar. Hasta morir.
Es un cuadrilátero de escenas repetidas. La mujer que vende las tortillas asadas en el ángulo mientras el paso del tren la abruma desde la altura del puente. El pibe se ríe a las carcajadas y no sabe bien por qué porque hace tiempo que su cerebro quedó entrampado entre las sobras de otras sobras que se aspiran hasta derrotar las ganas. Mira hacia arriba intentando sostener firme la cabeza y le pasan imágenes viejas como en una antigua película de cine continuado. Dicen que siempre se acuerda de aquel día en que llevaban en andas el cuerpo de Santiaguito metido en un cajón. Que lo pasearon por la calle frente a la estación y salieron los motoqueros a girar en redondo a su alrededor en un último saludo al cumpa de maleficios y choreos. Que el rugido de las motos sonaba a alarido, como el llanto por el Santiaguito que ya no estaría nunca más y al que había que transformar por un ratito aunque sea en el santo protector. Todos ellos eran muy niños aquel 26 de junio de 13 años atrás cuando Darío alzaba su mano para parar las balas de la muerte pero ya era tarde. No hay mano que detenga la crueldad de los hombres que de muertes saben mucho. Que llenan sus labios de un placer de desmesuras y odios cada vez que hacen fluir las balas hacia los cuerpos que dicen No. Donde un No puede ser revolucionario o puede ser simplemente la negativa a la esclavitud.
Como el No de Luciano. Que se plantó ante la gorra y gritó que no robaría para ellos. Y lo devoraron para las sombras para escupirlo huesitos sin nombre cinco años más tarde. Y no perdonan. Y no aceptan condenas. Como la del policía torturador Torales. Y por eso quemaron el auto de Vanesa Orieta, la que transformó el No de su hermano Luciano en lucha demoledora.
Como el No que, cuentan, intentó Omar Cigarán, en La Plata. Y se lo mataron a su mamá, exactamente un día después de que a ella, Sandra Gómez, le dijeran: “¿dónde está el guacho?. Si no nos lo entregás, mañana lo encontrás muerto” y cumplieron. Pero hoy le dicen que el disparo del policía de calle de Quilmes, Diego Walter Flores, fue en legítima defensa. Aunque en en aquel allanamiento en su casa, 24 horas antes, le apuntaran a ella con su otro niño en brazos con una itaka y le anunciaran mañana lo encontrás muerto.
Pasaron 13 años desde aquel 26 desde el que el aroma a junio flota entre los rincones para siempre. Cuando los uniformes prepeaban y los humos de los plomos candentes marcaban la piel y los miedos. Y el dolor retumbaba en los oídos porque no hay angustia peor que la de la certeza de lo que vendrá.
Y cuando la historia política del país repite nombres, proyecta las mismas películas, muestra los mismos y consabidos actores, desnuda escenas ya vistas hasta el hartazgo, premia protagonistas de perversidades y mira para otro lado, junio regresa con sus aromas de ferocidad a cuestas.
Hay una médula filosófica que persiste. Que va más allá de los gobiernos y que es intrínseca semilla del Estado. ¿Acaso no lo es la reacción de la joven mujer policía que exhibe en las redes sociales -sonrisa amplia y felicidad en ciernes- el brazo de un hombre accidentado en Tres Sargentos, partido de Carmen de Areco? ¿Acaso no lo es -tal como denunció esta semana la Comisión Provincial por la Memoria- que se hayan registrado 20.986 hechos de torturas o malos tratos contenidos en los 9.822 habeas corpus o acciones urgentes que se presentaron ante el Poder Judicial sólo por parte de la CPM? ¿O que haya habido en un año 548 muertes violentas en lugares de encierro?
Entre los rincones se siguen oliendo los aromas de junio. El ardor de las balas, los abrazos humeantes, el miedo que se aspira aún hoy entre el perfume a fritanga que emerge voluptuoso y la mano de Darío que busca frenar los imposibles, con Maxi desangrado y doliente.
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