Por Alfredo Grande
Dedicado a Irene Antinori, que también lo recuerda.
(APe).- Vivir es construir nuevos vínculos. A veces, abandonar los viejos. Sin necesariamente quemar las naves, pero tampoco seguir embarcados cuando el agua comienza a entrar a babor y estribor. Pensé alguna vez que en cierto sentido todos somos náufragos, pero que muy pocos saben construir su propia balsa. Naufragio de muchas certezas que ni siquiera son reemplazadas por convicciones. Naufragio de muchos desafíos, que ni siquiera son reemplazados por mediocres logros. Naufragio de muchos deseos, que ni siquiera son remplazados por amables y mundanos mandatos.
La intemperie subjetiva es cuando el mejor nadador se enfrenta con una costa que se aleja más velozmente que sus brazadas. Quizá sirva para seguir nadando. Como enseñara Galeano con el horizonte. Pero el nadador tiene cada vez más torpe y lenta la brazada. Y el caminante siente su paso desfallecer sosteniendo la cruel paradoja de cuanto más cerca, mas lejos. Huérfano de la sabiduría filosófica que contiene e ilumina, apenas puede buscar en el lugar más cercano. Mi propia historia vincular. Pérdidas y encuentros. Alegrías con tristezas y tristezas sin alegría.
Como cuentan del actor Garrik, pronto aprendí que “el carnaval del mundo duele tanto, que las vidas son breves mascaradas, acá aprendemos a reír con llanto, y también a llorar con carcajadas” Conocer a alguien es emprender un viaje. Al cielo, al infierno o a ambos. Conocerlo a Alberto, el “Morla”, fue uno de los mejores viajes que hice en mi vida. De lo extraño a lo familiar en poco tiempo. Muy poco tiempo.
Pocas veces sucede que de no conocer a una persona, al poco tiempo sentimos que la conocemos de siempre. Y la volvemos a conocer porque siempre tiene algo nuevo para contar, algo novedoso para inventar. Sé que es un cliché habitual: “te conozco desde siempre”. Pero solo pocas veces es cierto. Con Alberto lo fue. Y no tiene que ver con estar o no de acuerdo. Además, en lo fundante estaba de acuerdo. Sino con las formas de pensar y de expresar ese acuerdo. Pasa habitualmente que uno está de acuerdo con lo que una persona dice pero nos dan ganas de oponernos porque no aguantamos sus formas de expresarse. Si alguien en forma soberbia, autoritaria, pedante, mesiánica me dice que la energía es igual a la velocidad de la luz al cuadrado, más allá o más acá de Einstein, me dan ganas de oponerme. Y si con la misma onda de arrogancia aristocrática propone que se unan los proletarios del mundo, yo reparto mal las direcciones. Porque la forma no sólo no está disociada del fondo, sino que en un nivel fundante, la forma y el fondo son una cosa y la misma cosa. Una verdad dicha con ternura, con amor, con respeto, es una verdad para ser escuchada.
Las sirenas cantaban bien para atrapar a los incautos que las escuchaban. Alberto podía hablar, cantar o ladrar, no importaba. Aunque no lo quisiera, te atrapaba. Pero no era una sirena. En todo caso, era un fauno. Cuando en la presentación de mi último libro “Cultura Represora: de la queja al mandato”, Diana Maffia dijo que era el libro de un salvaje, y Vicente Zito Lema dijo que mi libro era un libro de ética, mis ojos nadaron en las aguas del recuerdo. Porque eso no sé si lo aprendí, pero estoy seguro de que lo validé con Alberto. El “Morla” era un salvaje y sostenía una ética coherente, consistente y creíble. No solamente resistía cualquier archivo, sino que interpelaba los archivos de muchos. Y muchas. Tenía mucho para recordar. Y era lindo escucharlo contar varias veces las mismas historias, porque se enojaba y se alegraba siempre igual.
Era fácil encontrar las frases claves para engancharlo y hacerlo vibrar con polémicas nuevas y viejas. Todo vínculo supone un encuentro. Pero todo encuentro no deviene siempre vínculo. Tenemos demasiados encuentros y pocos vínculos. Y de estos pocos, lamentablemente muchos se organizan al modo perverso y tiránico. Los que nos hace vivir, reír, soñar, amar, llorar, son esos vínculos amorosos que nos sostienen y que en el mejor de los casos, aprendemos a sostener. Un grupo deseante es vínculo de vínculos eróticos. La Casa del Niño, sin ir más cerca. Alberto no aceptaba que hubiera niñas y niños sin niñez. Y como era un hombre grandote y bueno, quería vencer con la ternura. Lo discutimos muchas veces. Yo que no soy ni grandote ni bueno, pretendía convencerlo que también la ternura puede ser una estrategia de la cultura represora. Y que nuestro amado Che no aclaró que “hay que endurecerse con el enemigo sin perder la ternura jamás con el compañero”. Y lo acorralaba, o al menos suponía que lo hacía, diciendo que nos hemos endurecido con el compañero y somos tiernos con el enemigo.
Y cuando yo imaginaba una interminable discusión, el terminaba el pleito diciendo: “estoy de acuerdo, Alfredito”. Era tan sabio que podía aceptar por amistad, por ternura, por amor, algo de lo que no estaba totalmente convencido. Pero cuando lo estaba, se notaba. Siempre recuerdo sus comentarios de mi escrito “Odio, luego existo”. Que alguien que sostenía el valor revolucionario del amor y la ternura, también pudiera pensar en el odio como organizador de la subjetividad rebelde, fue uno de los mejores regalos que recibí como escritor y militante.
Nunca supe si el “Morla” odiaba. A veces odiamos sin saberlo, y luchamos no solamente por amor. Muchos aforismos implicados los compartía con Alberto, antes de publicarlos. Su reacción era mi brújula. Cuando estaba de acuerdo, sonreía. “el odio es sacar lo que sobra y el amor es poner lo que falta”. Sonreíamos los dos. Hoy mientras pensaba este escrito, me di cuenta que Alberto me había enseñado un aforismo. Nunca se lo dije. “Dime como te ríes, y te diré quién eres”. La risa del Morla era intensa, inmediata, no calculada, sincera, intensa. Risa que hacía reír. Pero era la risa de la ternura compartida, no de la carcajada encubridora. Por eso con Alberto no había mascaradas. Ni máscaras.
Hoy le hubiera contado que estoy pensando un trabajo sobre Larreta y Lousteau cuyo título es: “El bello y la Bestia”. Extraño su risa. Extraño su escucha. Extraño su palabra. Pero el vínculo deseante no es egoísta. Continuar la obra de Alberto es su mejor recuerdo. Pero también el más difícil. Porque para eso tenemos que sostener la misma implicación que él sostuvo.
Y maldigo no ser poeta, y poder dedicarle unas estrofas. Por eso no tengo otra opción que pedirle al querido Víctor Jara que me preste por un rato su recuerdo de Amanda. Para decirle al Morla: te recuerdo Alberto. “Te recuerdo Alberto la lucha empezada construyes la casa para cuidar la niñez. Con tu risa ancha tu fiebre el deseo tan solo importaba poder cuidar la niñez niñez, niñez, niñez Tus cinco minutos tu vida es eterna Tus cinco minutos no escuchas sirenas tu vida es trabajo y tú caminando lo iluminas todo eternos minutos nos hacen florecer…”.
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