Por Claudia Rafael
(APe).- María Beatriz Carrizo no llegó a tiempo a los festejos. La ecos de la revolución, 205 años después, no tuvieron en cuenta ni su corta vida ni su muerte temprana. A los 15 años, madre de un bebé de ocho meses, María Beatriz murió “de enfermedad”. Como Néstor Femenía. Como tantos. Enfermedad, suelen decir ciertas partidas de defunción. Paro cardiorrespiratorio, cuentan otras, como si el 100 por ciento de la humanidad no detuviera los latidos de su corazón en el estertor último. María Beatriz Carrizo no lo imaginaba siquiera. Ella era el Estado, según dijo su presidenta y según escuchó alguna vez en la escuela, a la que aún en los últimos tiempos seguía yendo con su niño en brazos. “El rol del Estado es fundamental y el Estado somos los 40 millones de argentinos”, aseguró Cristina Fernández de Kirchner mientras inauguraba un hospital en Mendoza. Un hospital como el que no hay en Misión Nueva Pompeya, porque el que está allí se llueve, no tiene medicamentos, tiene un aparato de radiología que no funciona, los médicos se fueron porque no cobraban desde hacía meses.
Fue el 24 de mayo, un día antes de los grandes festejos, en que María Beatriz Carrizo fue subida a una camioneta del Municipio porque el hospital tampoco tiene ambulancias. Y simplemente murió en el camino a Castelli, rumbo a un hospital al que nunca llegó. Porque los caminos son intransitables y María Beatriz, conectada a un tubo de oxígeno en la caja de carga de la camioneta municipal murió rodeada de su niño, de su madre y de una enfermera.
María Beatriz Carrizo concibió a su niño cuando apenas tenía 13 años. Con una precocidad sexual propia de los pobres, hubieran dicho los camaristas Horacio Piombo y Benjamín Sal Llargués. Que eligen nacer, vivir y morir en los márgenes, culpables culturales de un destino que forjaron a fuerza de ser -como el resto de los 40 millones de argentinos- feroces caras visibles del Estado porque, como cantinela sistémica, “el Estado -cuenta la vieja leyenda- somos todos”.
Tenía el enorme privilegio, como un millón y medio más de argentinos (según estadísticas oficiales del Ministerio de Salud) de ser chagásica.
Cristina F. convoca a “discutir en serio sobre el Estado”. Parte de esa base mitológica de insistir en la corresponsabilidad colectiva sobre el Estado. Lejos, muy lejos de aquella vieja definición de Lenin de que el Estado es el instrumento para la dominación de una clase por sobre otra. O de la de Rosa Luxemburgo cuando escribía que “el Estado actual es, ante todo, una organización de la clase dominante, y si ejerce diversas funciones de interés general en beneficio del desarrollo social es únicamente en la medida en que dicho desarrollo coincide en general con los intereses de la clase dominante”.
El Estado permitió que María Beatriz muriera de “enfermedad”. Que no tuviera la medicación necesaria para salvarla. Que ante cada recaída, se le aplicara suero para que volviera a su vida de siempre. Con su mochila de olvidos sistémicos a cuestas. Que no hubiera médicos que la atendieran. Ni un hospital con las mínimas garantías para su vida. Ese mismo Estado es el que avaló que no hubiese ambulancias en Misión Nueva Pompeya. Y que los caminos fuesen territorios inhóspitos e intransitables que ante la mínima lluvia atraparan a una camioneta municipal como aquella en la que se trasladaba a la muchacha. Que finalmente murió lejos de otros brazos del Estado que cuentan con aparatología, bienestar, remedios, alimentos, médicos, techos que no se llueven, abrigo, leyes favorables.
Persiste para las maríabeatrices un higienismo social propio del capitalismo que todo el tiempo amenaza a los desarrapados con su espada de Damocles. Que las hunde en este tiempo y en esta tierra fértil para los naufragios, que les va talando el porvenir y las devora sin piedad. Que les sella desde su mismo nido la marca indeleble de los expatriados de la vida.
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