Por Manuel E. Yepe
Foto: Virgilio Ponce
Cuando en las naciones industrializadas se afirma que las remesas de los inmigrantes de países “en vías de desarrollo” a sus familiares en sus países de origen constituyen “ayuda al desarrollo”, se enmascara una cruel forma de explotación del Sur por el Norte.
Lo mismo ocurre cuando se atribuye a la emigración la cualidad positiva de ser factor de descompresión de las tensiones sociales en las naciones pobres porque sus remesas son fuente de ingreso de recursos pecuniarios que atenúan situaciones extremas.
Es cierto que las transferencias de dinero fresco que hacen los emigrantes hacia sus familiares contribuyen a mejorar las balanzas de pagos en sus naciones de origen y a veces llegan a representar una parte significativa del producto bruto de éstas.
Pero, a más largo plazo, el éxodo de trabajadores jóvenes y la dependencia que surge de las transferencias de dinero, se traducen en perjudiciales para el desarrollo del país emisor de migrantes. Más claro: la crisis económica suscita el éxodo, las remesas de los emigrantes atenúan sus efectos nocivos inmediatos, pero, a mediano o largo plazo, la crisis se profundiza porque no han cambiado las condiciones que la provocaron sino que se han agravado precisamente a causa del éxodo de la fuerza de trabajo que sigue aumentando. Las remesas familiares de los inmigrantes latinoamericanos residentes en Estados Unidos aportan a sus países de origen más que sus exportaciones agrícolas, superan sus ingresos por concepto de turismo y en tiempos de depresión de los precios del petróleo sobrepasan el valor de las ventas petroleras de algunos países tradicionalmente exportadores del hidrocarburo.
Cuando el gobierno de Estados Unidos anuncia, o insinúa, su disposición de expulsar inmigrantes indocumentados, son muchos los gobiernos latinoamericanos que se han visto obligados a demandar clemencia porque tal medida provocaría el surgimiento de insalvables crisis de gobernabilidad y el desplome de las economías de sus países de origen, incapaces de asimilar a los expulsados, e impedidos de prescindir de sus remesas.
Basta que trascienda por la prensa una amenaza por parte de Washington de prohibir las remesas de los emigrados de un país específico para que cambien bruscamente las predicciones de las encuestas y un candidato a Presidente con popularidad suficiente para ganar una elección por amplio margen, sufra un descalabro y deba abandonar la carrera.
Cuando hace algunos años parecía que el candidato del izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Schafik Jorge Handal, habría de ser electo Presidente de El Salvador por un margen muy amplio, el Presidente de Estados Unidos formuló la amenaza de prohibir las remesas de los migrantes salvadoreños establecidos en Estados Unidos si ello ocurría. La dependencia en las remesas convirtió a ese país en rehén del imperio, que de tal manera fue capaz de imponer al candidato de la derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).
Por el sostenido ritmo de crecimiento de las remesas y su monto tan elevado, parecería que se está logrando que el Norte opulento empiece a compensar al Sur por los daños de la histórica expoliación. Pero ni remotamente es esto así. Durante siglos, el sistema capitalista global ha saqueado a los países pobres de manera cruel. Les ha despojado de sus recursos naturales, y sometido a un intercambio injusto de sus mercancías, además de la explotación inmisericorde de su fuerza de trabajo.
El hecho de que las remesas de los emigrantes lleguen a ser base de sustentación de las economías de un número cada vez mayor de países depauperados del Tercer Mundo, debe ser visto como la denuncia de un crimen contra la humanidad y no como un motivo de complacencia. Con los actuales términos del intercambio, si no se incrementa la ayuda verdadera al desarrollo; si no se conmuta la deuda externa que ahoga las economías de los países subdesarrollados del mundo; si se insiste en forzar la creación de mecanismos de falsa “integración”; si no se renuncia a la práctica del proteccionismo agrícola y comercial que los países ricos imponen en acto de inconsecuencia con sus propios reclamos neoliberales, las remesas nada bueno significan para las naciones pobres.
Si no se crean mecanismos de estímulo a las exportaciones de los países subdesarrollados; si no se apoyan sistemas que obliguen a que las empresas transnacionales se sometan a medidas de control contra la explotación laboral, el traslado de beneficios y la especulación para evitar la descapitalización y la fuga de cerebros de los países pobres que ellas generan; si no se promueven inversiones que expandan el mercado laboral para contribuir al arraigo de la población, las remesas no serán más que un paliativo aplicado a una injusticia que se hará cada vez más insoportable.
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