Por Silvana Melo
(APe).- Cuatrocientos pibes catamarqueños tendrán acceso a una ética cúbica y destemplada: fueron anotados por sus padres en la flamante policía infantil que la fuerza acaba de crear. Como un brazo pequeño de la insolencia educativa con que los formadores de policías suelen administrar la factura de hombres armados.
Cómo absorberá un niño de seis años el vínculo de la chocolatada con el espíritu patriótico. Que es lo que pretende elevar el proyecto minipolicial, como una actividad extracurricular avalada por un estado que busca jugar la ficha represiva donde el destino se juega a la rayuela, aun sin cielo en el horizonte.
La policía catamarqueña exhaló la resolución 343, escondió sus propios muertos en el placard, olvidó a los cuatro adolescentes que murieron quemados en la alcaidía en 2011 y publicó en Facebook la convocatoria para chicos entre 6 y 14 años con objetivos sublimes como "elevar el espíritu patriótico y cultural de los niños, apoyando la educación escolar y familiar a través de múltiples actividades que contemplan todos los derechos del niño y promueven su acercamiento comunitario, inculcándole valores y el respeto de las normas sociales para una armónica convivencia en sociedad".
Más allá del convenio que Catamarca firmó con el Ministerio de Seguridad de la Nación en 2011, para la erradicación de policías y gendarmerías infantiles. En estas tierras las fronteras entre la ley y la desley son lábiles. Los convenios suelen desmemoriarse. Y la palabra se diluye.
¿Habrá un puente entre el fulbito y la violencia institucional? ¿Hay una calle que se cruza desde la play compartida al pibe suicidado por la espalda? ¿Qué estrategia institucional, qué botones sistémicos se activan para que a los ocho años se lo formatee de víctima a victimario?
¿Cómo será el camino a los 14 para no recibirse de niño en descarte fumando en la ochava de tierra y sí graduarse de uniforme en protector del dealer?
¿De qué valores habla el Facebook de la policía de Catamarca? ¿De los mismos valores que la policía mendocina le asestó a Sebastián Bordón? ¿Los mismos que la rionegrina le puso por la espalda a Diego Bonefoi? ¿O los de la bonaerense contra Luciano Arruga o los chicos de la Carcova?
Habría que preguntarse por los padres de un niño de seis años que buscan “disciplina” alistando a su hijo en la policía. Para liberarlos de “malas juntas” (sic de los comentarios en Facebook) los incrustaron como a piedras en la estructura de la seguridad armada. Quién define qué juntas son malas o peligrosas o poco recomendables. Pero hay una ventaja: el único gasto para papá y mamá será la compra del uniforme. Que no será botines y cortos para probar suerte en Defensores del Norte. Sino la gorra para llevarse la pelota a la hora en que dispone que no se juega más.
Valores que se transmiten
“La policía infantil se postula como una prolongación ingenua y natural de los juegos infantiles. Se sabe, una de las recreaciones favoritas de los niños consiste jugar a los policías y ladrones. De chiquitos aprenden a asociar a los policías con los buenos y a los ladrones con los malos. Un mundo maniqueo que va preparando el terreno subjetivo para otros experimentos morales mayores”, escribió Esteban Rodríguez Alzueta en la Agencia Paco Urondo. Y recordó la experiencia de Esquel, donde el capellán de la policía, Adrián Mari, impulsó la fuerza infantil para ordenarlos en “la moral y las buenas costumbres” y “adoctrinarlos para que saquen al policía que tienen adentro”.
Los pibes de Ingeniero Budge, según las cadenas de violencia relatadas por Javier Auyero, pensaban su futuro deshojando una margarita con pocos pétalos opcionales: ser transa, policía o gendarme. Algunos preferían ser gendarme porque tenía más poder y, por ende, cobraba mejor. La tenían clara: había que contar la plata sucia para definirse. Sabían que la fuerza nunca defiende a los desechados, sino que son su blanco preferido. Y a la hora de elegir, se está entre ser víctima o victimario. Y casi siempre la muerte, que es intrigante y fatal, golpea todas las puertas.
Entonces, cómo intervendrá en un niño de siete años la sociedad entre la leche caliente y una nueve milímetros de juguete. Tan parecida a la que gatilla en falso en la nuca de un flaco de 17 arrodillado, condenado por origen. Cómo, si todos los días el destino se juega en una rayuela interminable, tan lejos del cielo.
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