Por Yenima Díaz Velázquez
Nunca aplaudí tanto en mi vida. Mis manos se unían una y otra vez, sin cansancios ni ardores. Ver a Fidel, firme y fuerte como un caguairán, hizo salir las lágrimas de mis ojos y de los ojos ajenos que estaban cerca de mí.
Él estaba ahí, junto a los delegados al Séptimo Congreso del Partido Comunista de Cuba, cordial y afectuoso, humilde a pesar de tantas grandezas, noble y silencioso, consciente y responsable.
Supo aplaudir a los miembros del Buró Político y del Comité Central y su voz de horcón de la Revolución Cubana se escuchó en todo el Palacio de las Convenciones.
Como siempre, sus palabras estaban llenas de enseñanzas, de frases que quedarán para la historia de la Patria y de la firme convicción de un defensor de ideas justas.
Con pasos lentos llegó a su sitio de honor en el estrado y así se retiró.
Apenas fue un rato del último día del magno evento, pero supe aprovecharlo para fotografiarlo y archivar en mi memoria su imagen eterna.
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