Por Claudia Rafael
(APe).- “Lo unido por el miedo se fragmenta por el miedo”, escribe la antropóloga mexicana Rossana Reguillo. Y Silvio Fabián Cáceres tuvo, seguramente, mucho miedo. Pero no es ése el temor del que habla Reguillo. Cáceres ya no tiene miedo. Un grupo de hombres que suelen tener otro tipo de miedos, liderados por el camionero y comerciante Gastón Melcon, armado con una Bersa 9 mm, lo persiguieron y lo golpearon hasta entregarlo, sin vida, a los brazos de quién sabe qué dioses deseosos de sangre caliente. En esa pira de sacrificios que suele ser el pavimento. Cáceres representó, mientras intentó robar un estéreo de un auto en General Rodríguez, el objeto de todos sus deseos, de las ansias vibrantes de justicia.
El miedo del que habla Reguillo no nace en el instante mismo de un delito. Fue amasado durante largos años. Es el gérmen que resulta de una construcción lenta y firme de un enemigo anónimo. No importa su nombre. Son otros los datos que lo desnudan como enemigo feroz. Y una condición indispensable es, justamente, que debe ser anónimo. Porque de esa manera su identidad de enemigo (eterno, pertinaz, omnipresente) no muta. Lo seguirá siendo una y otra y otra vez más. Simplemente mutarán cuestiones secundarias: la edad, el largo del cabello, el tamaño de los ojos, el número de DNI o el domicilio. En General Rodríguez, se llamará Cáceres; en San Antonio, Jujuy, será un adolescente que intentaba robar un corralón; o, en Rosario, responderá al nombre de David Moreira.
La asociación estratégica de los voraces perseguidores de la diosa justicia, en general, se desmembra en el momento exacto en que la sangre aflora. La fugacidad del colectivo social nacido para la venganza y la muerte arranca con un chasquido y muere con otro similar. Y, excepto en prácticas que adquieren una asombrosa y sostenida sistematicidad, suele ser un acto espontáneo, no premeditado, nacido y germinado en el contexto de una oportunidad propicia: un robo, un crimen.
A Silvio Cáceres lo persiguieron y lo asesinaron a las 8 de la mañana del domingo. Aunque jamás el grupo de vecinos de General Rodríguez admita sobre su frente la banda identificatoria que reza “homicida”. Lo corrieron durante unos 200 metros, lo rodearon, le pegaron duramente y Gastón Melcon, el camionero y comerciante, lo golpeó con su arma “tres o cuatro veces” hasta provocar la muerte.
La pasajera unidad nacida del miedo y abonada por el odio amasado en las zonas grises en las que los buenos vecinos se asumen como fuerza legal para combatir el delito se desvanece hasta dejar expuesta en soledad la sed homicida de Melcon. El colectivo social adquirió de repente un tinte efímero que produjo la disolución. Fue colectivo en tanto se amparó detrás del propósito de concretar el monopolio de la violencia punitiva al reo que osó traspasar la frontera de lo establecido. Una vez que reaparece e interviene el ropaje del Estado a plantear aquí estoy yo, único propietario legítimo de la fuerza se evidencia la fragilidad del colectivo disciplinador.
¿Qué hizo Cáceres para ser merecedor de la violencia punitiva de un grupo de buenos vecinos que salieron a la calle, lo persiguieron durante dos cuadras y sostuvieron (con el pensamiento o con la voz) el grito de “seguridad”, “seguridad”? Alguno dirá simplemente: rompió la ventanilla de un auto y quiso robar el estéreo. Pero hay una respuesta más medular y profunda. Cáceres rompió un pacto. Traicionó el contrato social. Y el contrato social se traiciona de muchas maneras. Hay quien -a ojos de los buenos vecinos- decide regresar al estado de los bárbaros violentos que toman con su mano aquello que desean por el simple hecho de que ese mismo acuerdo de los propietarios se lo vetó. Hay quien lo rompe en el instante mismo en que decide poner el pie del otro lado del límite férreo que le había marcado el sistema de exclusión.
El castigo al infractor a la ley penal -diría Foucault- ya no fue “cosa del Rey” y pasó a transformarse en “un bien social”. Y ahí -siempre en línea con el mismo Foucault- “el suplicio forma parte de un ritual. Es un elemento en la liturgia punitiva”.
En realidad, Cáceres no rompió ningún pacto ni contrato. Porque Cáceres no tenía cómo ni con quién pactar. Porque los buenos vecinos temerosos, aunados en colectivo social hacedor de la justicia punitiva persiguieron, golpearon y mataron ante su imprescindible necesidad de conservar el status quo del pacto social. Un pacto -definía Baratta- “entre una minoría de iguales que excluyó de la ciudadanía a todos los que eran diferentes. Un pacto de propietarios, blancos, hombres y adultos para excluir y dominar a individuos pertenecientes a otras etnias, mujeres, pobres y, sobre todo, niños”.
Cada tanto, ciertos colectivos (que nacen y se diluyen) asoman la cabeza simplemente para decir el pacto soy yo.
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