Por Leandro Albani
El avance del Estado Islámico (EI o Daesh, en árabe) desde el este del país, la lucha fratricida entre cientos de milicias armadas que responden a tribus, grupos islamistas radicales y sectores políticos, y la imposibilidad de encaminar un gobierno de unidad que alcance un acuerdo de paz marcan el derrotero de Libia, el país que, hasta no hace mucho tiempo, fue un ejemplo de desarrollo para África.
Todavía hoy, los estertores del derrocamiento de Muammar Al Gaddafi -y su posterior asesinato el 20 de octubre de 2011 en manos de mercenarios respaldados por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)- suenan con fuerza y repercuten en las muertes de civiles y en un profundo caos del cual las potencias, principalmente Estados Unidos, muestran su preocupación pero poco hacen para detener una sangría humana que parece no tener fin.
Por sus características mercenarias, el Daesh busca de forma desesperada el petróleo de los países que asola. En Irak y Siria los ejemplos están a la vista. En el caso de Libia, la aparición de los seguidores del enigmático y cuestionado Abu Bakr Al Baghdadi ocurrió a finales de 2014 en la ciudad de Derna, ubicada al este y sobre el mar Mediterráneo. A partir de ese momento, el Estado Islámico avanzó sobre zonas de las localidades de Bengasi y Sirte. Entre esta última ciudad y Ajdabiya (y hacia el sur de ese frente) se encuentran los principales pozos petroleros y oleoductos de Libia.
Desde el lunes, el Daesh tiene un nuevo blanco: Al-Sider, a pocos kilómetros de la localidad Ras Lanuf, donde se encuentra los dos principales puertos petroleros de la nación norafricana, que se encuentran cerrados desde diciembre de 2014.
En Al-Sider, el EI bombardeó un tanque de almacenamiento con 400 mil barriles de crudo y que ardió en llamas. Según informó Ali Hassi, portavoz del cuerpo de seguridad del puerto, en los combates del lunes murieron siete guardias y 25 resultados heridos, mientras que los enfrentamientos del martes dejaron un saldo de dos guardias muertos y 16 heridos.
Libia, la novena reserva de petróleo a nivel mundial, redujo su producción de forma drástica desde la invasión de la OTAN y el surgimiento de grupos armados irregulares. Desde ese año, la producción cayó a menos de un cuarto de su máximo de 1,6 millones de barriles por día.
Las garras militares
Además de los enfrentamientos armados entre las milicias y el improvisado Ejército libio, en el país llueven los bombardeos de quienes pujan el poder regional en ese territorio limítrofe con Argelia, Chad y Egipto. Éste último país, gobernado con mano de hierro por el general Abdelfatah Al Sisi, desde hace un año lanza sus ataques contra posiciones de los grupos islamistas radicales. La disputa entre los dos gobiernos que sobreviven Libia -uno en la capital Trípoli y controlado por los islamistas (donde resaltan miembros de Al Qaeda y los Hermanos Musulmanes); el otro en Tobruk, respaldado por Estados Unidos y sus aliados- se traslada al contexto regional, teniendo repercusiones internas que se tratan de disipar con el poderío militar.
A finales de diciembre, el representante de Libia en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Ibrahim Al Dabashi, indicó que “Estados Unidos, Italia, Francia y el Reino Unido buscan llevar a cabo operaciones aéreas contra Daesh en el país”. El diplomático agregó que las tropas libias van a acompañar en el terreno los ataques aéreos contra el EI. Según la cadena HispanTV, desde las Fuerzas Armadas italianas están dispuestos a desplegar 4000 uniformados en Libia, algo que no consideran una ocupación o una intervención.
En los primeros días de enero, el enviado especial de la ONU en Libia, Martin Kobler, no descartó que el organismo internacional envíe tropas internacionales a la nación para combatir al Estado Islámico.
Un futuro nebuloso
¿Acaso los países que rociaron de combustible a los grupos armados que derrocaron a Gadafi serán los encargados de apagar el fuego del caos en Libia? Si lo hacen, su histórica postura de doble rasero quedará expuesta otra vez. Si dejan que el conflicto interno se propague se confirmará que en el caos encuentran réditos más que provechosos. En ambos casos, Estados Unidos y sus aliados dejan en claro que salvar el status quo en Libia nada tiene que ver con tender una mano a un pueblo agotado y diezmado por la guerra.
En diciembre del año pasado, los gobiernos libios que se disputan el territorio firmaron un acuerdo para conformar una administración de unidad, con la mediación de la ONU. Pero esta alianza no está exenta de disputas. El representante de Tobruk en el nuevo Ejecutivo, Ali al Katrani, amenazó con que su sector podría abandonar el gobierno si disponen cambios en la cúpula militar, dirigida por el general Jalifa Hafter, militar vinculado con la CIA y con los opositores que derrocaron a Gadafi.
Según lo acordado, a principios de febrero en Libia se deberá formar un consejo presidencial que nombre un gabinete y consolide un único parlamento en Trípoli. Ayer, la Cámara de Representantes, órgano legislativo reconocido por Estados Unidos y Naciones Unidas, fracasó por segunda semana consecutiva en su intención de votar un acuerdo de paz, fundamental para que el gobierno de unidad sobreviva.
Mientras las intrigas palaciegas aumentan, el repiqueteo de ametralladoras no se calla y los bombardeos resuenan en las entrañas de los hombres y las mujeres de Libia, una estabilidad mínima para la otrora potencia africana es pura nebulosa.
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