Érika Montero e Isaías Trujillo
Por Matías Aldecoa
Una hora llevaba el helicóptero del Comité Internacional de la Cruz Roja cruzando, bajo un cielo despejado, las innumerables derivaciones montañosas del Nudo del Paramillo en donde se forman las serranías de Abibe, San Jerónimo y Ayapel en la Cordillera Occidental. Abajo, se percibían intrincados accidentes montañosos en todos los tonos verdes y grises, divididos por cañones entrecruzados por los que corren quebradas y ríos que empiezan a formarse en las cumbres de la cordillera. A la altura que volábamos solo se podían identificar los cauces de los ríos Cauca y San Jorge, cuyos itinerarios tan irregulares y caprichosos parecieran haber sido dibujados por el vuelo de una libélula. A pesar de que el día era soleado, no se alcanzaba a adivinar dónde terminaban las montañas, confundiéndose en el horizonte los tonos grises de la selva con el azul claro de la concavidad celeste.
El Nudo del Paramillo es un inmenso manantial de agua, pródigo en especies animales y vegetales por lo que es también una rica fuente de oxígeno esencial para la conservación de la vida humana. Sin embargo, encierra la paradoja de haber sido a la vez el refugio desde donde los jefes paramilitares Carlos Castaño y Salvatore Mancuso montaron su cuartel general para llevar a cabo la más repulsiva orgía de muerte que se haya conocido contra humildes habitantes a quienes asesinaron y desterraron, para quedarse con sus tierras.
Por fortuna, esa perversidad criminal fue derrotada por la resistencia de los pobladores, quienes obligados a dejar de lado los azadones y demás objetos de labranza y a abandonar sus hogares, se vincularon a luchar al lado de la guerrilla. Las manos callosas de hombres y mujeres empuñaron los fusiles para defender lo último que les quedaba: su dignidad. Y vencieron. Hoy en el Nudo del Paramillo se asientan cuatro frentes guerrilleros de las FARC - EP engrosados por hijas, hijos, hermanas, primos, esposos, tías de asesinados y asesinadas y de desterrados por los ejércitos paramilitares. No obstante, la amenaza paramilitar persiste por el respaldo que aún tiene en la Fuerza Pública y en sectores económicos y políticos de la región.
Habíamos salido el 26 de noviembre de 2015 de la vereda El Orejón (Antioquia), lugar en el que se implementa el proyecto piloto de desminado humanitario. Íbamos a recoger a la comandante Érica Montero y al comandante Isaías Trujillo para que nos acompañaran a Bojayá, en el Chocó, donde teníamos previsto un acto de reconocimiento de responsabilidad y petición de perdón a los familiares de las víctimas por los dolorosos hechos acaecidos el 2 de mayo de 2002.
Me dí cuenta que el reencuentro con Érica y Trujillo se aproximaba cuando el helicóptero empezó a bajar a una concavidad formada por cerros apretados y riscos despojados de vegetación que amenazaban su estabilidad. Gracias a la pericia del piloto pudo descender girando en cerrada espiral hasta quedar suspendido a un metro del suelo del helipuerto improvisado mientras nos bajábamos. Habíamos llegado al corazón del Bloque Comandante Efraín Guzmán.
Mis nervios que habían estado alterados hacía apenas unos instantes por la angustia del descenso, se fueron calmando al encontrarme frente a una cantidad de mensajes de paz en las callejuelas del caserío que las huestes de Castaño asolaron entre los años 1997 y 2003. Había avisos puestos en los senderos que conducían a otras veredas y a la cabecera municipal, en la escuela y caseta comunal, en árboles y piedras, en fin, en todo espacio donde es posible fijar la mirada en aquellas latitudes en que siguen imperando la pobreza y el abandono estatal, pero donde también sigue brillando la esperanza. Carteles, pintas, afiches, pasacalles y apliques alusivos a la paz se han masificado logrando despertar y afianzar el deseo de reconciliación no solo en la guerrillerada que los coloca sino en la población que los percibe. “Esta es la verdadera pedagogía de paz”, me dije.
Pocos minutos después, Érica me explicó que adelantan una intensa actividad de educación sobre la paz, y que una parte importante de ésta la constituye la diversidad de género y nueva masculinidad dentro de las filas guerrilleras y en la población civil. La labor es encabezada por quienes estuvieron en La Habana y regresaron a las áreas de los frentes para difundir y enseñar lo aprendido. En esta tarea se destacan Maryely Ortiz, Yira Castro, Pablo Atrato, Tomás Olave y Fabián Ramírez. Y por supuesto, con la clara orientación de Érica y Trujillo. “Por eso el asesinato de Emiro nos indignó tanto” –explicó Érica, refiriéndose a que cuando el Ejército lo mató el comandante guerrillero estaba dedicado a tareas de formación de conciencia para la paz.
Del helipuerto caminamos dos kilómetros por un ancho camino con casas espaciadas a lado y lado y siempre rodeados y acompañados por guerrilleras, guerrilleros y población civil que se mostraban expectantes de los mensajes que les llevaba nuestra delegación sobre los nuevos avances de los diálogos de La Habana. “Y si las FARC firman el acuerdo y dejan las armas, ¿qué va a ser de nosotros?”, preguntó una campesina entrada en años, cuyo rostro reflejaba la dureza aprendida a fuerza de sufrimiento y resistencia. En esta frase que escuché infinidad de veces en las dos horas que tuve contacto con la población civil se resume la mayor preocupación de las comunidades del norte de Antioquia, Chocó y Córdoba, región en la que mantienen presencia bandas paramilitares dedicadas al narcotráfico.
De allá nos trajimos una gran lección: la convicción de que el paramilitarismo sigue vivo y la certeza que sin su desmantelamiento multidimensional no será posible poner fin al conflicto y afianzar la paz. Se lo escuché a la guerrillerada de base y a gentes de aquella sufrida región. Este fue el mensaje que trajimos a La Habana para hacer pedagogía de paz con la delegación del Gobierno en la Mesa de Conversaciones.
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