Foto: Nueva York, 1971. Fotografía de Yousuf Karsh.
© Museum of Fine Arts, Boston, EE. UU.
Por Norelys Morales Aguilera
No recuerdo el momento exacto en que incorporé a mi enunciación personal la enjundiosa expresión. Era muy joven y con muchas ganas de aprender. El acto locutivo me llegaba de uno de aquellos admirables mayores, que habían militado en el "viejo Partido Comunista cubano", cuyas cicatrices en ambas manos testimoniaban las torturas sufridas en una prisión batistiana. El hombre miró por sobre mi a la distancia, a una distancia de sabidurías propias y remembranzas, venidas de haber vivido mucho, sin pasar por pasar, para exprimir en su memoria, con algo particular que denotaba su semblante y remató: "la sana picardía revolucionaria nos la enseñó Fidel"
Fidel ha ido transcurriendo de coetáneos redimidos a padre inspirador. "Cuídese, padre" le decía un fornido constructor a su paso por una obra en La Habana. Por entre insólitos quehaceres y desvelos ha conducido una epopeya singular, cuya anchura se va sedimentando y acompaña en insondables rutas al capital simbólico de la nación. A veces, una sola frase suya, ahora desde su reposo fecundo abre un cosmos: "no confío en la política de Estados Unidos" que, bastaría para un tratado epistemológico para la Cuba futura.
Padre también le llamó Hugo Chávez muchas veces, agrandando el afecto a “padre ideológico” y comparándolo con Simón Bolívar. La afectuosidad entre ambos llegó a ser un regocijo de pueblos, que escapa a definiciones, pero está enraizada en el ardor de los latinoamericanos y caribeños. Quizás pocos saben que cuando Chávez tuteaba a Fidel, causaba asombro entre los cubanos acostumbrados a llamarle “Usted”, “Comandante”, “Fidel”...
Es que él "descubrió" a aquel terremoto del "por ahora..."en la puja de la utopía realizable de Nuestra América, y quizás hasta vislumbró la urgencia de encontrarlo personalmente. Ideó que lo invitase el historiador de la Habana, Eusebio Leal, pero le dio el sorpresón de recibirlo en la escalerilla de la aeronave a su arribo al aeropuerto habanero. Luego, queriéndole ver disertar, propició que su facundia ardorosa y sapiencia bolivariana, se desbordara en la histórica Aula Magna de la Universidad de La Habana. Chávez llegó a ser recurrentemente familiar, por el cariño que se le dispensaba en la Isla, no solo en el Gobierno.
Sabíamos de aquellas enjundiosas y largas charlas por Chávez que contaba haber sostenido con Fidel. Se producía lo más excelso de dos grandes revolucionarios: soñar y tener la audacia de construir. Quizás nadie pueda nunca saber cuánto aprendió el uno del otro y en cuanto se complementaron, siempre con ese modo respetuoso probado de Fidel, de compartir experiencias, pero nunca interferir, como han dicho el sandinista Daniel Ortega, o el líder indígena Evo Morales.
Chávez, carismático y divertido, disfrutaba de Fidel y este le seguía el tono con el mismo agrado y diversión entrañables. A veces no parecían dos estadistas de talla, sino simples amigos en algún encargo público. Así, sin percatarnos un buen día el venezolano estaba desafiando al Comandante a un juego de beisbol en el que ambos participarían. Lo que Chávez quizás no aquilataba centrado en el choque pactado y la superioridad física de sus co-equiperos y sus propias facultades físicas, ya que era un buen lanzador zurdo; es que cada vez que le decía a Fidel, que lo iba a derrotar en el partido, el Comandante reía con los ojos iluminados, que sus coterráneos como nadie, saben interpretar, casi por mística.
Obviamente, nadie tenía ni la más remota idea de lo que el líder cubano podría hacer ante la derrota previsible de su equipo, frente a un público de unos 45 mil aficionados, y millones de televidentes, en el terreno beisbolístico más emblemático de la Isla, el estadio Latinoamericano. Para la afición cubana y venezolana, muy conocedoras del deporte de las bolas y los strikes, las probabilidades de Cuba contra Venezuela eran de uno contra mil o un millón, decían algunos. Chávez estaba confiado y no dejaba de insistir jocosamente, provocando a Fidel, con la derrota.
La noche del 18 de enero de 1999 daba inicio aquel juego memorable de veteranos del beisbol de Cuba y Venezuela. Fidel sin apartarse de su estilo, tal vez en los pocos ratos de ocio que le permitían sus altas responsabilidades, se había anticipado. Lo planificó todo con minuciosidad, como una operación de inteligencia diseñó hasta el más mínimo detalle, en el más riguroso sigilo, y se preparó para gastar a Chávez y su equipo, la mayor broma que podría imaginarse a un jefe de estado.
Inició el juego. Los venezolanos salieron delante en el marcador como se esperaba, frente a nuestros ilustres veteranos y solo quedaba verlos en la grama del estadio, más allá de que ganaran o perdieran, con el añadido de ver a Chávez de pitcher y a Fidel con camisa de pelotero y pantalón verde olivo.
En el estadio y en sus casas los cubanos trataban de identificar a sus glorias del beisbol y no acertaban, ante aquellos barrigones, con arrugas y barbas encanecidas, pero irreconocibles: ¿cómo era que la fanaticada no podía identificar a sus viejos ídolos? (Sic). A la altura del tercer capítulo del desafío, comenzaron jugadas poco creíbles, atrapadas que requerían reflejos y una movilidad no apta para veteranos. Aquellos gordos iban a las pelotas con mucha agilidad y daban batazos como de jugadores en plena forma deportiva. Comenzaron las sospechas y las risas en el público, alguien creía reconocer a peloteros del equipo Cuba. Poco a poco se fue develando la incógnita. Fue Chávez, quien en primera base identificó a Orestes Kindelán. El Presidente beisbolista hacía gestos, se reía, protestaba, les hacía señas a los árbitros. Fidel había montado lo impensable, que los cubanos disfrutaban a más no poder. Los venezolanos no salían del desconcierto y la frustración. Fidel debió persuadir a casi uno de que se trataba de una broma a Chávez. Aseguraba, entre risas, que jamás había firmado tantas pelotas como recuerdo de un grato momento.
Se ha hablado bastante del inolvidable juego de pelota. Hay fotos y videos. Pero, quedó un mensaje poco referido: ni su mejor amigo, Hugo Chávez, podría decir que lo había derrotado, aunque fuese en el campo deportivo. Quedó el magisterio o el ejemplo, como se quiera entender, más allá de una divertida contienda de un juego de beisbol, como hizo tantas veces en su trayectoria cargada de peligros y victorias, que han hecho historia y leyenda imborrables.
Gabriel García Márquez, quien compartiera una larga amistad con Fidel, escribió: "Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quien esté, Fidel Castro está allí para ganar. Su actitud ante la derrota, aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria.". Valoraba su actuar como un rasgo de su personalidad.
Pero, los revolucionarios auténticos se acompañan del arte singular de sobreponerse a la adversidad. Lo que Fidel, siempre ha practicado, es la posibilidad de anticiparse, de prever para convertir una derrota pronosticada en victoria, por vías creativas y sin aferrarse a dogmas.
Eso fue lo visto en aquel juego de beisbol de 1999, y desde entonces supongo, era lo que me quería transmitir aquel viejo comunista, marcado en sus manos por cicatrices de tortura, mientras veía en la distancia de su tiempo. Fidel en el juego contra su amigo Chávez, había enseñado practicando, una vez más, el valer de la sana picardía revolucionaria.
Ver galería en blog dedicado a estas evocaciones: https://fidelesfidel.wordpress.com/2016/02/04/fidel-la-sana-picardia-revolucionaria/
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