Foto: Claudia Rafael
Por Silvana Melo
(APe).- Es tarde de un sábado y al barrio 12 de Octubre lo recorren en calma los ecos de una cumbia, los flacos que en la esquina apenas se sostienen con la pared, el pibe con la pelota mirando hacia la plaza. La plaza que se llama de prepo Luciano Arruga. Por la prepotencia de la dignidad, como corresponde. La plaza, tan cerca de donde lo levantaron un verano ardiente y ya nadie lo volvió a ver vivo y de pie.
A pocas cuadras, lo que fue el destacamento de la seccional Octava de Lomas del Mirador. Una casa de estética setentista, de piedra mardelplata en el frente, con un cartel que deja algunas cosas en claro: “en este destacamento fue visto por última vez con vida Luciano Arruga”. Aquí se lo torturó. Aquí se lo martirizó.
Otras cuadras más acá está la casita blanca, con la silueta de la cara de Luciano grabada en la pared. Ahora está rodeada de rejas. Una paráfrasis del discurso de la clase media acomodada, la que presionó para que se emplazara el destacamento en el barrio. Nosotros estamos entre rejas y ellos no, dicen los vecinos de bien detrás de la alarma, al paso de un pibe con visera hacia atrás.
Mónica Alegre tiene autoridad para decirlo desde su lugar de víctima sistémica. Nosotros estamos entre rejas y ellos no. La policía, que quiso trepanarle la dignidad. La justicia que lo desoyó. La política que lo ignoró. La policía que lo largó a correr en una madrugada tenebrosa a la vera de la General Paz. Para que huyera, descalzo, mareado y alucinado y cruzara la avenida inmensa mientras el patrullero lo observaba de lejos. Y un auto lo levantara por el aire y el patrullero vuelta en U, misión cumplida.
Después, su peregrinaje feroz, su cuerpo en un hospital cualquiera, la negativa de su presencia a su madre y su hermana, el entierro veloz como NN (nunca nadie, nadie nadie, la ficha sistémica para los pibes pobres y morochos y dignos, de esos que complican el engranaje) en la Chacarita y la aparición de sus huesitos cinco años después, huesos y solos, solos, solísimos. En un cementerio, mientras el gobernador y el ministro hablaban de un problema hospitalario. Mientras su madre lo buscaba libre y entero, lo seguía buscando.
Es sábado y es 30. Al otro día serán siete años. Número de brujas y cábalas. Pero en el mundo de acá, el verdadero, el atroz, es el número de la impunidad. La plaza está ploteada de Lucianos. Y de chicos que sonríen desde las remeras. Que son y siguen siendo desde esa imagen paralizada en la memoria. Una imagen que se detuvo en esa risa y no en el grito y el dolor.
Por el barrio 12 de Octubre bailotea una cumbia. En una casita ponen la ropa a secar en la vereda. Más allá, tres niños chapotean en una pelopincho mínima, junto al cordón. La doña hace tortas fritas. El olor brota desde adentro y la familia toma mate en la puerta. La piba pasa y sus caderas danzan bellamente. Lleva una riñonera con la imagen de Frida Kahlo y una remera que dice Justicia. Los flacos que pasan el tiempo alrededor de una birra se dan vuelta al unísono.
En la plaza están todos. O algunos. Alberto Santillán roza la bandera roja que dice “San Darío del andén, patrono de los piqueteros”. Desde la Patagonia, Relmu, criminalizada por resistir la llegada de una petrolera. Desde Santa Fe, Celeste Lepratti. Las madres de Nora Cortiñas. Nilda Eloy y a su lado, Jorge Julio López, todavía desaparecido, olvidado por todas las instituciones, desvivido y negado una vez más.
Este año es distinto. Porque Luciano se dará el gusto de cumplir años, él, que lo hace cada cuatro. Y es y será eternamente pibe. Aunque este 29 de febrero ya cumpla 24. Bisiesta su vida, bisiestos sus huesos que aparecieron a los cinco años como si hubiera pasado uno.
En la plaza andan madres y padres y hermanos. Los chicos se volvieron remeras y cartel. La plaza está llena de nahueles, jonatanes y brians. Un hombre lleva una foto y dice “justicia por Lucas. A once años de la masacre, Mariana Márquez presente”. Habla de Cromañón. Mariana fue madre de Lucas y murió de cáncer poco tiempo después.
Marta se para y toma el micrófono. Es de Santiago del Estero y su hijo está muerto. Ya no se puede salir a marchar, como está todo… dice. Angélica habla de su hijo, Kiki Lezcano. Y le dice a Mónica Alegre que seguirán buscando a sus negritos. Acaso porque los huesos ene ene no tienen nada que ver con el Luciano que le dijo no a robar para la policía. Y que escuchaba cumbia colombiana con sus amigos y los Redondos con Vanesa. Y que tenía una vida grande por vivir.
En la plaza las madres hablan de sus hijos. Como en ninguna otra parte. En la plaza las escuchan. En la plaza sus hijos vuelven a estar vivos.
En la plaza donde están los que siempre están. Pero falta el resto. Los que no tienen muertos en una foto. Los que que llevan a jugar a sus niños por otras plazas. Los que cruzan de vereda cuando vienen los lucianos. Los que creen que sus hijos no corren peligro. Los que reverencian a la policía y creen en sus suicidios por la espalda y en sus chicos atropellados por accidente.
Los que prefieren a ciertos niños por sobre otros. Los que son tantos que encumbran gobernadores descorazonados y presidentes sin vuelos de golondrina. Para que haya que vivir en esta tierra que cesantea a sus hijos de los territorios felices. Que los mata y tira sus huesitos a la basura.
Por soportar las consecuencias de su dignidad. Porque tienen que robar para ellos o morir. O robar para ellos y, de todos modos, morir. Porque ésa es la última estación donde obligan a que se detenga el futuro.
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