Por Silvana Melo
(APe).- El sistema no crea lobizones que se devoran a los niños en luna llena. No inventa minotauros que los pierden en sus laberintos para merendarlos luego, cuando llegan a sus fauces, mareados y temblando.
El sistema crea monstruos dentro de la gente amiga. De padres, padrastros, vecinos. Activa los botones ocultos de la crueldad. Desata el horror en la gente ordinaria, que va a la iglesia, que trabaja, que es capaz de amar. Conecta los cables que despiertan al femicida, al asesino ciego, al infanticida, al abusador, al filicida.
Claudia Lima tenía el cabello largo y ondeado. Se lo recogía y lo peinaba para atrás. Entonces dejaba libre su carita de diez años, su piel mate, de ojos marrones y nariz pequeña. Estaba en la iglesia ese martes 5 de abril cuando su hermanita lloraba, en total disconformidad con la liturgia. Ella se ofreció a llevarla a casa. Y no se la vió viva nunca más.
Apareció en un basural, estragada por la perversidad de los monstruos. Que son vecinos, gentes comunes, hombres que dan de comer a sus hijos, les ponen la mano en la frente para ver si tienen fiebre, van a la iglesia. A la misma iglesia de donde salió Claudia, a sus diez años mínimos, inquieta como una mariposa, saltando en una sola pierna en el barrio Caritas de Santo Tomé. Desde el martes la buscaban todos. Tal vez hasta los hombres vecinos lobizones feroces católicos de parroquia pobre la buscaran.
Dicen los que conocen el pueblo correntino que Claudia vivía en un barrio alejado, de difícil acceso, donde no llegan los servicios ni las ambulancias ni los colectivos. Ni el Estado. Donde el agua no es segura, el alimento no abunda y los huesos de los chicos crecen porosos. Como la textura de las mañanas.
Cerca de la casa de Claudia hay un montecito pegado a un basural. Ahí la encontraron. A cuatro cuadras de la vida diaria la muerte le cortó las cuerdas. Fueron dos, tres, quién sabe. Dicen que iban a la misma iglesia. Que se cruzaban en el barrio en busca del pan cotidiano. El sistema no diseña dragones que vomitan fuego para calcinar niños: coloca un chip maldito en la cabeza de la gente amigable. Le desata una furia aluvional. Los convierte en femicidas. Infanticidas. Asesinos de mariposas recién desnudas de crisálida.
Intolerantes de la belleza y la plenitud. De la infancia en capullos, silvestre y sojuzgada. Que surge de la maleza y brilla en una flor amarilla, sin espinas, sin piel de ortiga, inocente y libre. Expuesta a que cualquier pie, cercano y brutal, le ahogue la savia y el color.
Después la tira a la basura, la saca al baldío en una bolsa, como para que la recojan las instituciones en su servicio de recolección de residuos.
Claudia no aparece con grandes títulos en los grandes medios. Que prefieren abonar la descomunal disputa por la delincuencia de alta gama, otra gracia sistémica que suma los más de 600 mil pesos que gastará del dinero público la Gobernadora para acondicionar su casa de divorciada en la Base Aérea de Morón. El martirio de Claudia Lima no vende. Su colosal padecimiento, tan contrastante con su pequeña ternura, con su brevedad física de diez años, no tendrá página dos ni para su lejanía correntina habrá cámaras en el barrio.
No faltará quien busque alguna responsabilidad de ella misma en su sacrificio. Porque el sistema no crea lobizones que mastican niños en luna llena. Sí diseña hombres y mujeres que señalan a la víctima, destrozada y muerta. Que la visten de prejuicios. Que le buscan una vida sexual, como a Candela Sol Rodríguez, asesinada a los 11 años. Que le enrostran la calidad de mala víctima, como a Melina Romero, de 17 años: su vida “no tiene rumbo. Hija de padres separados, dejó de estudiar hace dos años y desde entonces nunca trabajó. (…) Suele pasarse la mayoría del tiempo en la calle con chicas de su edad o yendo a bailar”, publicó Clarín.
Melina apareció en una bolsa negra, medio sumergida en aguas podridas. Pero algo hizo para merecerlo.
Claudia apareció sin bolsa, pero en un basural. Donde los monstruos sistémicos arrojan lo que no sirve. Los desechos de lo que fueron sueños tejidos en punto cruz. Con dos agujas en la punta del abismo.
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