Por Silvana Melo
(APe).- Se los tragó el río San Felipe pero no por malo, no por endiablado. Tenían dos y tres años y los sacó la correntada por las ventanillas de la camioneta. En Santa Victoria Oeste dicen que nunca vieron al río así. Tan ofendido como para llevarse a los dos changuitos, a una mamá embarazada y a un tercero que nadie encuentra todavía. En Salta la gente filma con un teléfono al puente que se cae. Y se aterroriza con el malhumor del cielo. En estos días el gobernador de Córdoba dijo que el agua era “un tsunami que cayó del cielo”. Y el puntano aseguró que “la naturaleza nos jugó una mala pasada”. Parecidas tonterías habrán pronunciado la santiagueña y el santafesino. Escupiendo hacia arriba, culpando al cielo, extrañándose de la hosquedad de la naturaleza.
Sus hecatombes no son catástrofes naturales. El río San Felipe no se tragó tres niños y medio y una madre porque amaneció disgustado una mañana. El río Salado no se devoró media Santa Fe y decenas de gentes hace doce años porque se levantó un día con ganas de desborde. Ni volvió estos días a salirse de cauce por pura inercia. Las aguas no arrasaron las Sierras Chicas en Córdoba porque alguien desprestigió al cielo.
Es que desde hace tiempo las reglas naturales se van alterando con creciente velocidad. La voracidad de los negocios agrícolas se cargó en las espaldas los bosques y su calidad de esponja natural y paraguas de la tierra. Hace décadas los desmontes que arrasaron el sur de Brasil arrastraron toneladas de lodo marrón que cambió el color de las aguas del río Uruguay. Que alguna vez fue cristalino.
Santiago del Estero, cubierta por un increíble caudal de agua en estos días, es la provincia más desforestada en las últimas dos décadas. Y donde la Ley de Bosques es más desdeñada: entre 1998 y 2007 se desmontaron 1.048.762 hectáreas. En ese año se legisló. Y desde 2007 a 2013 se perdieron 623.848 hectáreas, entre ellas 320.231 de bosques protegidos. La letra legal suele venir bien para la envoltura de espinacas.
Formosa cesantea a sus originarios y les saca la tierra de los pies. La frontera agrícola les quita esa alfombra infinita que va más allá de lo que ven los ojos y los arrincona en pantanos y tierra yerma donde se mueren de hambre y olvido. O los eyecta a la 9 de Julio, ese monstruo de la ciudad hostil donde atiende Dios pero Nowet no, él se esconde en lo que queda del monte, protegiendo las ruinas. Los plantíos siderales de la soja de transgénesis necesitan de la tala de los bosques nativos, del desmonte de árboles y de gente, tronchados todos con ánimo de topadora. Dos millones y medio de hectáreas en ocho años.
En Córdoba, donde el “tsunami que cayó del cielo” sorprendió tanto al gobernador De la Sota, apenas subsisten 500.000 hectáreas de bosques nativos (el 4% de lo que fue). Entre 1998 y fines de 2013 desaparecieron casi 300 mil hectáreas. Santa Fe perdió unas 60 mil en los mismos años. La mayor parte de esa tierra arrasada a la que se ve perderse en el horizonte, son plantíos interminables de soja.
El biólogo Francisco Marraro escribía espantado en 2003, a la orilla de las inundaciones en las que Carlos Reutemann ni siquiera se mojó los pies: “El 29 de abril de 2003, me tocó estar en la ciudad de Santa Fe, completamente inundada por una crecida inusual del río Salado. Más de 150.000 personas perdieron sus hogares y pertenencias. El problema se llama soja. Sí, en el último tiempo los elevados rindes y valores de la soja han hecho que se cultive soja en donde se pueda. Todos o la mayoría de los propietarios y arrendatarios de campos se dedican al cultivo de la soja, es más, hoy resulta económicamente rentable para los productores desmontar bosques en Chaco y Santiago del Estero para sembrar soja”. Pasaron doce años y otras tantas tragedias. Más y más ancha la frontera agrícola, más arrinconados los tobas y las vacas, los wichis y los ríos, las aguas que no tienen freno ni esponja ni paraguas.
Sucede que la lluvia, cuando llovía, caía sobre los montes y las copas de los árboles retenían el agua, la hacían gotear entre las hojas, la derramaban en los troncos, la detenían entre las raíces. Y después la dejaban correr: cuando ya su furia dejaba de serlo y se volvía agua buena. Ahora los montes desaparecieron y en la llaneza rala nada detiene al agua. Cuando llueve el agua se desliza por el campo y se vuelca al caudal de los ríos sin escalas ni estaciones intermedias. La inundación se vuelve inevitable. “Es decir el monte es como una gran esponja que retiene el agua en el campo evitando que ésta corra a los ríos y ponga en peligro a las ciudades y a la gente”, explicaba Marraro. “Habrán escuchado en la radio o televisión que cuando se refieren a esta inundación hablan de que ésta es la más grande de la historia, eso es totalmente cierto así como que en la provincia de Santiago del Estero jamás en la historia hubo tanta soja sembrada en el campo. Hago hincapié en la provincia de Santiago del Estero ya que es allí donde nace el río Salado que esta vez fue quien desbordó”, explicaba doce años atrás. Como si fuera hoy, con Santa Fe y Santiago del Estero y Córdoba bajo el agua, como si fuera natural porque si llueve hay que inundarse y los ríos se pueden sublevar y tragarse tres changuitos y medio y una madre sin que se lo llame más que tragedia y se la interpele a la naturaleza madre como la propietaria de todas las culpas.
Mientras tanto, en estos doce años que pasaron desde que Marraro puso el dedo en la llaga sojera, una docena de años antes de que De la Sota hablara del tsunami, no sólo se siembra una única semilla de transgénesis que necesita toneladas de metros cúbicos de un veneno determinante para subsistir (ambos, semilla y pesticida fabricados por la misma multinacional), sino que se edifica sobre los cementerios de árboles. Entonces la danza de la inundación, la sequía y el incendio se hermanan al río San Felipe que se devora a tres gurises y medio y una madre. Como en medio de un ataque inexplicable de ira.
El profesor Marcelo Giraud asegura que “el 92% de la selva ha sido deforestada para hacer monocultivo de soja”. Y no queda mucho más para decir. Salvo que, a partir del Plan Estratégico Alimentario pensado de cara a 2020, se incorporarán unas 9 millones de hectáreas a las ya cultivadas. 4 millones se ahogarán de soja. Las poblaciones rurales y lo que queda de los pueblos originarios son expulsados y cada vez más arrinconados contra las cuerdas del país. Allí donde están siempre a punto de caerse. O se instalan en las periferias de las ciudades o en el borde de los ríos que, sistemáticamente, les llevarán las casas, los recuerdos y los niños.
“Pero las cuencas altas están siendo desmontadas, incendiadas y edificadas, desprotegiendo e impermeabilizando el suelo que pierde su capacidad de esponja. Ya no retiene el agua cuando llueve, y no la libera cuando falta”, dicen los vecinos de las Sierras Chicas cordobesas. Donde entre la soja y los barrios privados han desbancado al bosque nativo, reducido a apenas al 5%. “Esperamos respeto por cada habitante. Y por sus hijos, y los hijos de ellos. Para que todos tengan agua en el vaso y no en el colchón”.
El extractivismo suele contaminar el agua del vaso con cianuro y llevarse con la correntada de agua dulce, a los niños y al colchón.
Como el río San Felipe, que se llevó tres niños y medio y una madre.
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