“Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir.”
José Saramago (Cuadernos de Lanzarote)
El anuncio realizado por la administración Obama sobre la inminente desclasificación de algunos documentos secretos, vinculados a las operaciones de EE. UU. en la Argentina de los ' 70, ponen en evidencia un megamontaje de transparencia y humanidad que a más de uno podrá engañar.
La intención, tanto del gobierno de Macri, como del gobierno norteamericano, es subsanar las brechas existentes en el relato sobre el pasado de sometimiento de nuestro pueblo a los designios imperiales. Así lo expresó la canciller Susana Malcorra a propósito de esta futura desclasificación: “Es muy importante para entender nuestra historia con plenitud, y también para cerrar algunas heridas” (1). Este planteo esconde la pretendida naturalización de las relaciones de subordinación que se propone profundizar el gobierno nacional, con las consecuentes condiciones cada vez más degradantes para los trabajadores y el pueblo pobre, que siempre terminan absorbiendo los “daños colaterales” de los negocios que realizan los señores del capital con sus aliados locales.
Es innegable que el gobierno de nuestro empresario presidente quiere reforzar la penetración de los tentáculos foráneos en cada rincón de la economía nacional. Pero su aplicación depende, en gran medida, del maquillaje que se utilice para elevar la alicaída reputación que tiene EE. UU. en Argentina. Y como Macri no cuenta con muchas aptitudes discursivas para esta tarea, tuvo que recurrir a su gabinete, como su secretario de DD. HH., Claudio Avruj (un fiel defensor del genocidio que practica el gobierno israelí sobre el pueblo palestino, ex directivo de la DAIA junto a Rubén Beraja), que bien sabe de disfrazar el crimen y la resignación con ropajes de humanidad. Claro que los medios de comunicación más importantes decidieron (para no perder la costumbre) prestar colaboración con tan difícil labor, y, para ello, decidieron recurrir al miedo que generan sus vaticinios catastróficos de un futuro sin intromisión extranjera. A esta operación se vino a sumar el revelador “gesto” en cuestión, que promueve la desclasificación de inciertos y poco confiables archivos por parte del Pentágono, la CIA y el FBI.
Pero la participación de EE. UU. en la gestación y el desarrollo del último golpe de estado acaecido en nuestro país es bastante conocida. La procurada fragmentación de la historia de dominación por parte de EE. UU. sobre la economía y la política de nuestro país resultaría como mínimo grotesca. Los planes del gran capital productivo y financiero para mantener a nuestro país inmerso en una economía atrasada y subordinada se siguen aplicando hoy. Los años que nos precedieron dieron demasiadas evidencias de la matriz represiva del estado con el mayor ejército del mundo, que no distingue entre demócratas y republicanos de tal o cual época. Si existe una línea de continuidad en la política exterior de los diversos gobiernos norteamericanos, está constituida por la acelerada injerencia que éstos ejercieron y ejercen sobre cada Estado nacional.
En este sentido, resulta cínica y agraviante la pretensión de manosear burdamente la verdad de nuestra historia que, con sangre, han construido nuestros antepasados más dignos.
Expuesta esta realidad, el pedido encubierto de reconciliación que cada gobierno ha intentado imponer desde 1983 a esta parte, no encontrará espacio en la dignidad de los memoriosos, que volvemos a repudiar a los subyugadores del norte, a los genocidas locales que aún permanecen impunes, a los empresarios que quieren, como antaño, seguir acrecentando sus arcas con nuestro sudor, nuestro hambre y, si es necesario, también con nuestra sangre.
La desclasificación de archivos que esconden desde los más aberrantes crímenes, hasta las alianzas políticas que se crearon para perpetrarlos, en nombre del desarrollo de un imperio despiadado, no significan para nuestros anales nada más que las partes de una historia robada por los que entraron sin preguntar, por la persuasión o por la fuerza, contando como ayer, con los impunes entregadores locales.
No hay nada que agradecer al presidente Obama. El pueblo hondureño, iraquí, libio, sirio, y tantos otros nos han contado la historia de forma más completa. Sabemos de la destrucción y las muertes que dejan las bombas que lanzan sus drones, sabemos de las vidas que nacen y mueren inmersos en las eternas guerras que promueven, sabemos sobre las torturas en sus miles de cárceles clandestinas (y de los torturadores que no ha dudado en defender) (2). Sabemos quiénes pagan las consecuencias de las crisis económicas que crean sus bancos y pulpos transnacionales; sabemos que la CIA y la DEA siguen operando en cada rincón del planeta, para espiar a los luchadores, opositores o cualquier resquicio de disidencia; para manejar el narcotráfico y para garantizar que las fuerzas represivas nacionales les garanticen el orden necesario para desarrollar el saqueo y la explotación; en definitiva, sabemos quiénes son los mayores genocidas de la historia contemporánea.
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