Por Claudia Rafael
(APe).- Nadie regresa, indemne, del infierno. Los cuerpos que fueron depositados en el territorio del desprecio por la vida mutan para siempre. En ocasiones, se retorna siendo otro. Con las pesadillas ancladas definitivamente en la piel y en ese cuadrilátero inasible al que llaman alma. Diego González, que conoció los infiernos más infiernos en la cocinita de la comisaría primera de Olavarría, sigue temblando cuando una puerta se golpea. Quizás nunca más soporte el silbido de una pava al fuego ni el eco de las risas y las burlas.
Ya jamás conocerá el placer hecho elixir que se derrama sobre la piel. El cuerpo de Diego fue, durante algunas horas, botín del Estado un par de años atrás. Como a los sobrevivientes de las guerras los truenos le arden en las entrañas durante las noches frías de tormenta. Y en las pesadillas más amargas las voces de esos hombres de uniforme, que ahora purgan una condena por torturas, le siguen cavando una fosa a su propia dermis. Diego González, el que ni siquiera sabe escribir ni leer pero le hicieron garabatear algo llamado firma en una declaración oficial mientras las llagas aún le ardían, ya nunca regresará de la noche más noche en la que el Estado lo arrojó a la hoguera del sacrificio.
Los cuerpos en manos del Estado se diluyen en la nada. Como a una sombra congelada, los va despedazando cruentamente para que se los devore el olvido. Sólo las voces altas y furibundas del amor que no cesa, son capaces de arrancarlos de los cofres de la desmemoria. Los gritos de Justicia multiplicados como ecos indomables hicieron que el cuerpo ya diluido de Luciano Arruga, cinco años y ocho meses después, viera ya sin respiro nuevamente la luz. El Estado lo atrapó con sus garras y la memoria, la calle, la lucha transformadora hicieron posible que ya enterrado sin nombre y sin lápida asomara como prueba demoledora y contundente de la violencia institucional. Por más que intenten vestirlo de estúpido accidente vial.
Como apareció un día de abril de 2005, el cuerpo estragado de Germán Esteban Navarro, adolescente, pobre, homosexual, en un terreno baldío a un par de metros del lugar en que algunos policías olavarrienses paraban con sus patrulleros a tomar mate o a dormitar en las noches frías o en las siestas de verano. 48 horas más tarde la fiscalía ordenó arar el terreno y borró las escasas pruebas que podrían haber quedado. Dos meses antes de la desaparición, policías de la ciudad del cemento arrojaron a Navarro, que amaba llamarse Mara, a una fiestita sexual en sede oficial a escasos metros de donde años más tarde torturarían a Diego González.
A lo largo de la historia misma el Estado fue mutando su rostro, su piel, la forma de sus garras. Su poder punitivo fue pergeñado con la sabiduría necesaria como para entender de qué modo, cuándo, con qué herramientas, por qué y para qué sus víctimas dilectas (según la época y los contextos) deben ser sacrificadas. Pero también fue construido sabiendo a la perfección cuáles de sus brazos ejecutores pueden convenientemente transformarse en prescindibles. Entonces, algunas de sus marionetas irán a la cárcel mientras otras, rondarán de comisaría en comisaría, en eternas calesitas que los reubican aquí o allá.
La tortura ha sido simplemente eso: una herramienta en manos del poder. Usada desde el medioevo sobre la piel de los esclavos, derramada sobre la negritud extraída como riqueza de suelo africano en los campos de algodón del sur estadounidense, aplicada con maestría por la iglesia inquisidora o luego, por las SS propiciadas por el nazismo. Una herramienta en los brazos de los poderosos -dictadores o democráticos- dispuestos a obtener información que les asegurara un beneficio: botín económico, delación o puro placer.
Los cuerpos marcados por la tortura no vuelven de los túneles de la impiedad sin las marcas del oprobio. Quien sobrevive, muta definitivamente. Con las huellas -visibles o no- del Estado en la piel. Que sirven como prueba viviente de lo que pueden las instituciones en ejercicio de las violencias.
Quien no sobrevive -los nombres huelgan: Miguel Bru (La Plata), Walter Bulacio (Capital), Sergio Durán (Morón), Oscar Sargiotti (Córdoba), Ramón Bouchón (San Nicolás), Cristian Campos (Mar del Plata), Freddy Pazos (Río Negro), José Figueredo (Santa Fe), Ezequiel Demonty (Capital), Luciano Arruga (La Matanza)…- engrosa las listas de los olvidados de la tierra. Y se transforman, en ese reclamo indeleble de los muertos a los vivos, en una cantinela perenne: “recordadlo todo y contadlo; para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve su sentido” (Tzvetan Todorov).
Cada contexto histórico y social ha tenido los dolorosos resabios de sus propios infiernos. Y la tortura es, en todo caso, el evento ejecutor de la sanción a los cuerpos que osaron romper las murallas de contención que rodeaban sus territorios. Ese hombre existe y grita… se puede oir su llanto de animal acosado mientras muerde sus labios.
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