Sangre de Diego en la nieve (APE).     Sangre de Diego en la nieve (APE) Por Silvana Melo    (APe).- El 2 de junio a las 10,30 de la mañana el Tribunal leerá la sentencia. Y e...

Sangre de Diego en la nieve (APE).

 


 


Sangre de Diego en la nieve (APE)







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Por Silvana Melo   



diego-bonefoi-juicio(APe).- El 2 de junio a las 10,30 de la mañana el Tribunal leerá la sentencia. Y el cabo Sergio Colombil se convertirá en el cordero expiatorio que la maquinaria disciplinadora colocará en la piedra de sacrificios para que el engranaje siga rodando como siempre, aceitado y en serenidad. Tajeando la Bariloche de la folletería. Mostrenca bifronte, de sangre y nieve. De polenta seca y chocolate en rama. De chapas endebles y bungalow andino.

La sombra de Diego Bonefoi, boca abajo en la madrugada. Muerto para siempre y fastidiante paradigma. Con una bala en la nuca disparada a dos metros. La sombra de sus 15 años desangrados vagó por la sala durante las jornadas del juicio. Cuando la defensa de Colombil intentó explicar un accidente, una pistola que se le cayó y se disparó sola, de pura autonomía, de negligencia en el mantenimiento. Las balas las tienen que comprar los efectivos, las cartucheras se rompen, la formación es deficiente. No tienen prácticas de tiro, llegaron a argüir. Será que acaso los blancos móviles para afinar las punterías son los pibes confinados en el Alto. Pichones para acertarles. A la nuca o al corazón.

Mientras se leían los alegatos Bariloche lanzaba con fastos su temporada invernal. La Suiza del sur se desperezaba para poner en marcha su mejor rostro festivo. Su gesto de primer mundo, su destino de nieves eternas en el Cerro Catedral. Con sus retoños flacos de futuro, con sus arrabales de huesos jodidos bien lejos del ciervo ahumado y el champán.

bariloche-represionEl día en que mataron a Diego Bonefoi, los Altos escarpados se lanzaron al maquillaje europeo del Centro Cívico. El brazo armado de la legalidad los reprimió rabiosamente. Y asesinó con las balas de la legalidad a Nicolás Carrasco, de 17 años y a Sergio Cárdenas, de 29. Nicolás y Sergio no tienen siquiera un Colombil. Ni un cordero emisario del brazo represivo del Estado que ponga la cabeza para cortarla y permita sostener el statu quo en relativa paz.

La organización Encuentro participó de las audiencias. Recordaron la multitudinaria marcha en defensa de la policía después de las tres muertes del Alto. Diego cargaba en sus pocos años con las entradas a la comisaría de su padre. Crecido también en la orilla del mundo. Destronado de la vida buena. Afuera. Cinco mil personas marcharon justificando la muerte de espaldas. La ejecución de un chico desierto. No tuvo tanta suerte la convocatoria del viernes para la defensa de Colombil. El cordero expiatorio siempre espera solo en la piedra de la inmolación.

“No es un policía: lo que sucedió no es un caso aislado. Ese mismo día mataron a dos personas más y no hay culpable. Los chicos de Bariloche vienen sufriendo atropellos y si no se los mata más es por casualidad. La intención de matarlos está siempre”, se indignaron a la salida de la última audiencia.

“La sociedad enciende la alerta del peligro en chicos como Diego. Pero nadie se pregunta por qué Diego, de 15 años, andaba solo a la madrugada. Es la incapacidad del Estado y de la sociedad de hacerse cargo de Diego y de tantos otros que terminan expulsados de la escuela y de sus propios hogares”.

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En los barrios altos como Arrayanes, Cooperativa 258, Seis Manzanas, El Frutillar, San Ceferino, 34 Hectáreas, los niños crecen a años luz del chocolate amargo y la pista de esquí. En el barrio Nahuel Hue, el asentamiento más precario de la Suiza patagónica, unas 1.500 familias se aguantan las ráfagas de cien kilómetros, el bajocero constante de la brillante temporada invernal. El frío les corta la piel en casitas breves de chapa, madera y cartón. Entonces el Gobierno ideó el Plan Calor para la gente sin puertas. Un metro cúbico y medio de leña por familia para todo el invierno. Apenas un fueguito para calentar las manos moradas.


El grupo Encuentro llega a unos 80 pibes. “Pero no alcanza, nunca alcanza”, dice Alejandra. “Hay una brecha muy grande entre ricos y pobres y los que más la sufren son los niños que salen a la calle, a buscar una moneda, y vuelven a sus casas de cartón, de madera, sin agua, sin gas. La mayoría no puede tener una vivienda, hay mucha ocupación. Hay pocas escuelas, no se accede a una buena educación. Los docentes son los peor pagos de todo el país. En salud, los chicos no tienen ni un control por año; el sistema está colapsado. El hospital es grande, recién construido, pero no hay personal”. Recupera el aire después de semejante enumeración y el invierno toca a la puerta. “Llueve, nieva, hay que salir a buscar comida. Los chicos bajan al centro a pedir monedas cuando empieza la temporada pero asustan al Intendente, a los empresarios, que lo último que desean es perder la temporada. Ellos hablan de su seguridad, pero nosotros queremos la seguridad de nuestros chicos, que puedan acceder a lo necesario para vivir”.

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El Estado, que no estuvo ausente en la historia de Diego Bonefoi, decidió por él su destino pequeño. Junto a otro ramillete de pibes destemplados los echó de la belleza, les rapiñó el mundo, los mandó a robarse lo que les quitó, los confinó a las crónicas policiales y les justificó la muerte con un balazo en la nuca desde dos metros de distancia. Los Diegos -y los Nicolás Carrasco y los Sergios Cárdenas- suelen dejar las pisadas del barro de los altos en la nieve blanquísima de la pureza turística. Fastidian la fiesta, la ensucian, la contaminan.

Entonces un policía desquiciado -como al maestro Fuentealba-, un comisario irracional -como a Kosteki y Santillán- o un cabo al que se le rompe la cartuchera -el desasosegado Colombil- los eliminará de a poco, de a uno en vez, para pagar después, como engranaje derruido, el precio de rodaje de la máquina de generar desarrapados. El Plan Perfecto de un sistema que jamás reconocerá responsabilidades políticas. Que tejerá complicidades en la sociedad que pide desefrenadamente seguridad, la seguridad que nunca tuvieron los Diegos a la hora de la depredación por origen, por familia, por barrio, por piel.

Los que de vez en cuando bajan del Alto para hacerse visibles con ruido. Como hacen los pibes cuando despiertan. Y tocar con mil manos la aldaba de los propietarios de la vida. Para hacerles saber que si hay un futuro, vendrá con zapatillas rotas y rodillas raspadas y será niño.

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