Por Beatriz González, guerrillera del Bloque Sur de las FARC - EP
Donde sea que se encuentren las guerreras farianas, en las montañas, campos y poblaciones de Colombia, son innumerables los obstáculos a superar, obstáculos propios de la naturaleza que nos rodea y de la vida nómada impuesta por la guerra. Quiero compartir algunos de estos episodios cotidianos que en su momento me impactaron y lo siguen haciendo después del tiempo.
Cada una de nosotras somos historias vivas, acumuladas de todas nuestras experiencias. En las FARC - EP, cargamos, remolcamos, andamos jornadas largas, en ocasiones tenemos dificultades para la consecución de las cosas, pero hemos desarrollado una capacidad de resistencia en el cumplimiento de las tareas y misiones que superamos también con la ayuda y solidaridad del colectivo.
El primero de estos obstáculos se presentó en junio y julio del 2008, cuando me tocó trasladarme del Caquetá al Meta, iba a recibir un curso; pero como son las cosas de la guerra, además del trayecto tan extenso, se hizo más largo y complicado por los operativos a lo largo de la ruta que nos tocaba, así que caminamos bastante, y con muchos obstáculos, naturales por el terreno y por la presencia de ejército en las áreas.
En esas marchas me tocó por primera vez “motetiar”. Así se le llama en la guerrilla cruzar un río nadando con un “motete” o envuelto con todas nuestras pertenencias, y sostenidos por un lazo o cordel. Llegamos al río Guayabero, en medio de un aguacero, el que debíamos aprovechar por dos cosas: antes de que creciera más el río y se volviera imposible cruzarlo y también aprovechar la nubosidad para no ser detectados por la aviación. Mis compañeros amarraron un cordel en el río, del lado en el que nos encontrábamos, y uno muy buen nadador, se fue nadando al otro lado para asegurarlo, aproximadamente unos 200 metros; yo miraba cómo los demás amarraban sus motetes (en un plástico ponían el equipo o morral, fusil, pecheras, botas, y demás pertenencias), las amarraban, quedaba como un bulto.
Tenía nervios: ¿qué tal que se viniera una creciente?, la lluvia, o el enemigo en momentos críticos, y también ¿qué tal una serpiente?; con estas reflexiones me puse a hacer mi motete, cogí mi fusil, fornituras y equipo, los envolví en el plástico, y luego como pude, los amarré, pedí ayuda para lanzarlo al río, y me dije ¡ Yo también puedo !, con una mano pegada al cordel y con la otra jalaba el motete y por supuesto nadando con los pies, sentía un peso enorme que me jalaba, pero los camaradas me daban ánimo y me guiaban cerca de mí para auxiliarme en caso de algo.
Pasamos al otro lado, estábamos contentos, las otras muchachas se reían, y gozábamos con la cara de susto que se nos notaba a más de uno y una. Ese momento nunca se me olvida. Esa es sola una historia de las tantas que vivimos, porque continuando con ese traslado, cuando ya creíamos que habíamos alcanzado el objetivo, es decir, llegar al sitio indicado, unas marchas antes, paramos al medio día para descansar, había mucho cansancio en la gente.
Comenzamos hacer campamento, me abrí un poco del claro donde íbamos hacer los dormitorios a recoger hojas y ramitas para acolchar la “caleta” o sea la cama. Cruce un palo podrido que estaba extendido, tenía musgos, y yerbas por encima; de regreso con la brazada de hojas pisé encima del palo y sentí bajo mi bota como algo blando, que se movía imperceptiblemente, espantada solté lo que llevaba y corrí al sitio del campamento, mientras gritaba que algo raro había allá, entre incrédulos y alarmados mis compañeros y compañeras se pusieron en guardia, mientras alguien me hacía señas que silencio, pues no entendían que era lo que me había pasado.
Varios camaradas hicieron una exploración con todas las medidas, enseguida descubrieron que se trataba de una serpiente gigante, estaba extendida y como digo tenía el color del ambiente con yerbas y todo por encima, semejaba un palo podrido, medía más de 6 metros y era muy gruesa. Yo no podía de los nervios, junto a varios exigimos que nos fuéramos de ahí, porque no íbamos a dormir junto a semejante bicho. Algunos, no sé si por atormentarnos decían, que ese animalito no iba a hacer nada, que lo dejáramos quieto, pero yo no podía, así que el comandante decidió que nos moviéramos unas dos horas más para dejar a la serpiente en su casa. Ese momento no lo olvido, y cada vez que lo recuerdo se me eriza la piel y el pelo.
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