La masacre de Quilmes ante la Justicia
Texto y fotos: Claudia Rafael
(APe).- “Han castigado conductas heroicas”, dijo Alejandra Vilma Rojo. “Arriesgaron su propia vida e impidieron que no hubiera más muertos ni intoxicados”, agregó la abogada que junto a su par, Daniel Ceballos, parecía llevar una de las voces más protagónicas y provocadoras en la defensa de algunos de los policías imputados en el juicio por la Masacre de Quilmes. Diez años y diez meses después de aquel 20 de octubre de 2004, en que murieron estragados entre el fuego y la brutalidad de los tormentos cuatro adolescentes: Diego Maldonado, de 16 años; Elías Giménez, de 15; Miguel Aranda y Manuel Figueroa, los dos de 17. Una decena de policías escudados por sus defensores tuvieron la delicadeza imperceptible para los ojos ajenos de ubicarse en estricto orden de importancia según su jerarquía dentro de la fuerza de seguridad que los cobijó por años y que, en algunos casos, aún hoy los sigue cobijando.
Apenas 24 horas después de las PASO, con una lluvia pertinaz que humedecía los huesos y profundizaba el dolor, el juicio contra los policías Juan Pedro Soria (comisario); Basilio Vujovich (subcomisario), inspector Fernando Pedreira; Juan Guzmán; Hugo D`Elía, Franco Góngora, Gustavo Altamirano; Gustavo Avila, Jorge Gómez y Fernanda Grosso arrancaba entre escasísimas presencias. Uno tras otro fueron pasando al estrado a responder una serie de preguntas formales del presidente del Tribunal Oral en lo Criminal Nº 3 de Quilmes, Alejandro Portunato: Nombre, apodo, fecha y lugar de nacimiento, ocupación. Desocupado, estudiante de Derecho, jubilado, policía en actividad, se escuchaba.
“Por mi mamá y por mi abuela”
El rostro demacrado de Tomasa Núñez, mamá de Miguel Aranda, denota en su expresión las mismas y exactas palabras que minutos antes había remarcado ante APe: “sólo pienso en la injusticia. No creo que vayamos a tener justicia, los tapan mucho. Yo no tengo esperanza. La policía les tapa todo”. Su muchacho era papá de un niño de dos años en aquel 2004 de muerte y tragedia. Tenía apenas 14 cuando supo que Mauro iba a nacer, que ya casi iguala esa edad.
A su lado, la mirada de Elbia González parece desmoronarse en el vacío. Ella era la mamá de Diego Maldonado. Escucha atónita esas palabras difíciles y crueles que suelen flotar en el aire de los juzgados. Tan ajenas a la vida misma. Como rociadas de una perversidad que se derrama con la conciencia de que se sigue echando ácido sobre esas heridas abiertas para toda la vida. Minutos antes de las 10 de la mañana, sus ojos -al hablar de su Diego con esta agencia- se teñían, en cambio, de humedad y de tristeza. “Nosotros pensamos todos los días que va a venir nuestro hijo. Sentimos que siguen jugando con nosotros. Van a hacer once años que pedimos justicia. Y en este largo tiempo movimos cielo y tierra, quisieron cajonear esto y nosotros seguimos luchando. Ahora esperamos justicia. Que es esperar, nada más”.
Elbia siente y se repite a sí misma una y otra vez aquella imagen de su muchacho hablando ante una jueza. “Diego estuvo en la comisaría por orden de la jueza porque él le pidió que lo internaran para dejar el paco. Siempre pienso en eso. Si esa jueza que lo dejó ahí adentro me hubiese dicho que mi hijo no podía estar en una comisaría por ahí… estaría con nosotros. Pienso en eso todos los días. Y como siempre dice Isabel, nos entregaron a nuestros hijos en cajones. Diego había ido a dejar el paco. Le había dicho a la jueza: 'conseguime un lugar piola porque quiero dejar de fumar por mi mamá y por mi abuela'. Pero no está más. No está con nosotras”.
Palabra vacía
Ni Miriam Campos ni Isabel Figueroa pueden ingresar a la sala. Las dos mamás deberán testificar en estos días y hasta entonces no pueden participar de las audiencias. Isabel era la mamá de Manuel y se mueve nerviosa e inquieta. “No sabemos lo que nos espera. Nos aseguran que hay dos o tres que están muy comprometidos pero son diez”, cuenta a APe, único medio periodístico presente.
Y luego, sentada en un frío banco tribunalicio, de esos fielmente preparados para incomodar a los habituales sufrientes de la justicia penal, desgrana que “lo nuestro fue tanto caminar, andar, pedir justicia, exigir. Que nadie nos escuche. Se tardó tanto para llegar a esta instancia. Mi hijo tenía 17 años. Los cumplió ahí adentro. Hacía 27 días que estaba detenido ahí. Y once años después acá estamos, no enteras pero luchando. Porque en este camino aprendí a no callarme la boca ni a bajar la cabeza, aprendí a no creer en nadie porque ellos me dijeron que lo iban a cuidar a mi hijo y me lo mataron. Entonces aprendí a no creer más en ellos. Tampoco en la justicia que espero que haya pero no tengo tampoco mucha esperanza. Porque para nosotras justicia es una palabra vacía”.
Las marcas de la masacre
Tobías Corró Molas es un salesiano que lucha desde siempre junto a las madres de la masacre. Que las apuntala y acompaña. Que se empeña en visibilizar esa tragedia que tuvo nombres y apellidos determinados, para disgusto de aquel primer fiscal, Andrés Nievas Woodgate, cuyo dictamen hacia 2006 hablaba de una sucesión de hechos ocurridos sin responsables. Casi como el efecto mágico del azar. En su lugar, durante la primera audiencia del juicio, el fiscal Claudio Pelayo habló, en las antípodas, de apremios ilegales, de golpizas, de tormentos, de estrago culposo seguido de muerte…
La querella en manos de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre agregó luego que las vejaciones y torturas eran prácticas sistemáticas. Y que la demora en abrir las celdas fue lo que motivó las lesiones y constituyó responsabilidad de los imputados.
Una clara responsabilidad en las muertes de Diego y Manuel, a los que habían arrojado a una celda de seccional para aguardar allí a que se hiciera una vacante en una comunidad terapéutica; en la muerte de Elías, al que habían llevado por la clásica “averiguación de antecedentes” y a quien le imputaban un grave delito supuestamente ocurrido unos cinco años antes (es decir, cuando tenía 9 ó 10 años); y en la de Miguel, al que -entre tantas otras historias que no atravesó- le impidieron ser papá. Walter, Edgardo y David son sobrevivientes. Como pueden. Con las marcas que dejó en cada uno de ellos la masacre.
Ana Aliendo, mamá de Walter, dijo a APe que “yo estoy aquí acompañándolas a ellas. Porque me podría haber tocado a mí también. Siempre voy a estar porque yo tengo a mi hijo conmigo pero… él… él se encierra. La masacre le dejó muchas cosas que sólo él sabe, porque se encierra, porque tuvo muchos intentos de suicidio, porque a veces mejora pero después vuelve a agarrar el paco para olvidar. Recuerda a los compañeros, porque él era muy amigo de Diego en ese mundo que tenían. Y ahora doy gracias a Dios de que ya no intenta lo que intentaba antes en que se cortaba, está lleno de cicatrices en el cuerpo…”.
La degradación
Miriam Campos roza los 51 años y hoy tiene un hijo que, igual que Elías en 2004, tiene 15 años. Y siente miedo por él. Y por eso “lo tengo entre algodones. Lo protejo mucho. Quizás demasiado”, relata a esta agencia. “Tengo mucho dolor, mucha impotencia. Pasaron tantos años y no es lo mismo para ellos que para una mamá. Yo creo que las únicas que me pueden entender son las mamás. Una trata de ser fuerte pero no se puede. Al ver tanta injusticia, tanta impotencia por no poder hacer nada, a pesar de que ganemos el juicio y todo, a mi hijo no me lo devuelven más. Y ése es un dolor que va a quedar por siempre”.
Una frase suya se ubica en el territorio filosófico de Hannah Arendt cuando se indigna diciendo que “no podés creer todo lo que pueden llegar a hacer personas que inclusive tienen hijos como nosotras”. No son monstruos. Son seres humanos atravesados por la perversidad. Que pueden acariciar a un hijo y en horario de trabajo hundir a otro ser humano en un submarino seco, en un bastonazo, en un golpe de puño.
Miriam revuelve en su propia historia y cuenta que “son muchos recuerdos, muchas cosas, uno tiene un proyecto de vida con un hijo, uno lo cría con un motivo, con el anhelo de que llegue a ser algo. Y que lo corten es como cortar el brote de una plantita a la que no dejaron crecer. Entonces no puedo salir del dolor y de la impotencia. Elías, como cualquier mamá diría, era un amor, era alguien alegre, divertido, que estaba siempre dispuesto a ayudar a los demás, que trabajaba en un comedor sirviendo la leche y que también trabajaba conmigo en la iglesia, en la escuelita. Tenía muchísimos amigos, le gustaban los animales, era Elías, simplemente Elías. Era mi hijo, de 15 años”. Y fue a Elías al que, sin saber absolutamente nada de lo que había ocurrido, llegó a visitar a la comisaría. El policía que la atendió “no me dijo nada. Simplemente me pasó un papel que decía 'vaya a tal hospital. Tiene el 50 por ciento del cuerpo quemado' ”.
Fue el 20 de octubre de 2004. Hace casi once años. En donde se entremezclaron la atrocidad de un grupo de policías, avalados por un sistema judicial que coronó la historia con impunidad. Con actas elaboradas por los mismos hombres de uniforme, que indagaron a los sobrevivientes después de interrogar a los golpes.
Alguna vez, Primo Levi, tal vez el mejor narrador (en primera persona) del Holocausto escribió que “antes de morir, la víctima debe ser degradada a fin de que el asesino sienta menos el peso de su falta”. Diego Maldonado, Elías Giménez, Miguel Aranda y Manuel Figueroa siguen faltando.
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