Por Gustavo Robles
A partir de la Revolución Francesa, se identifica como “de izquierda” a los grupos que actúan en política desde posturas ideológicas radicalizadas contra el sistema imperante. Con la irrupción del marxismo y el anarquismo, quedó consolidada la concepción anti-sistema de aquellos que se proclamaban izquierdistas, con el objetivo de emancipar a las clases explotadas y marginadas y crear una sociedad nueva, igualitaria y sin explotación del hombre por el hombre.
Hoy, sin embargo, luego de más de un siglo de algunos triunfos, muchas derrotas y más de un derrumbe catastrófico (como el de la URSS y todo el bloque considerado “socialista”) hay quienes quieren establecer que ser “de izquierda” es ubicarse en el lado opuesto a la derecha… pero dentro del sistema imperante, el capitalismo imperialista burgués.
Ser de izquierda, desde hace un par de siglos, significó no sólo oponerse a los factores que provocan las injusticias en una sociedad, sino querer terminar con ellos para reemplazarlos por otros que construyeran una que no los permitiera.
Ser de izquierda, entonces, significó siempre intentar construir una sociedad con paradigmas diferentes a los imperantes, parándose desde fuera de lo existente para generar lo nuevo, intentando traccionar a las masas oprimidas y marginadas hacia ese horizonte que las liberaría de toda opresión.
Hoy hay quienes nos quieren hacer ver que ser “de izquierda” es intentar “humanizar” el capitalismo -el mismo que provoca la desigualdad, la explotación, la miseria, el hambre y las guerras- acomodándose dentro de él. Nada más falaz y claudicante que esa postura.
El modo de producción capitalista es el núcleo y la esencia del sistema que está pensado para protegerlo y desarrollarlo, el sistema burgués. No hay democracia en ese sistema, aunque hayan inventado la ilusión de las elecciones generales para hacerles creer a las masas que deciden algo: en las fábricas, en las empresas, en los bancos, no hay democracia, allí deciden con autoridad absoluta los patrones, los dueños del capital, los dueños de los medios de producción. Menos aún en las fuerzas de seguridad y militares a su servicio. Tampoco en el funcionariado del Estado al servicio de los explotadores. Los asalariados son meros peones que a lo sumo pueden luchar por mejores condiciones laborales y de vida, pero nunca modificar la estructura de funcionamiento de la sociedad que los ubica en el lugar de explotados.
El modo de producción capitalista no sólo genera una estructura económica y social, sino también y fundamentalmente una cultura (entendiendo como cultura los usos, costumbres y tradiciones de un pueblo). Ése es el verdadero triunfo de la clase dominante, la burguesía: haber construido una sociedad donde sus explotados replican y reproducen su concepción de la sociedad y del mundo. Los explotados por los burgueses creen que no puede haber trabajo sin patrones, consolidando ellos mismos el sistema que los explota. Y defienden la propiedad privada, fuente de todos los males, creyendo que ellos pueden llegar a ser propietarios de algo, cuando nunca dejan de alquilar lo que creen suyo, pues la burguesía les impone impuestos permanentes para sostener su sistema. Los únicos propietarios, entonces, son los burgueses, pues son los dueños de los medios de producción, incluyendo la tierra.
Ser de izquierda no puede significar aceptar esa forma de organizar la humanidad, tratando de hacer pagar menos renta a los explotados. Ser de izquierda tiene que seguir significando sostener una concepción absolutamente diferente y opuesta de la cultura impuesta, intentando organizar a las masas para revolucionar las estructuras existentes e imponer un nuevo sistema donde los medios de producción se socialicen, se suprima lo propiedad privada y no existan la explotación, la desigualdad y la pobreza.
El dilema de la izquierda
Si ser “de izquierda” significa oponerse y luchar contra el sistema de explotación para construir otra sociedad, quedan excluidos de esa concepción quienes se han resignado a tratar de “humanizar” lo “inhumanizable”. Ser “la izquierda del sistema” entonces, no es ser de izquierda.
El problema fundamental de la izquierda hoy, entonces, es el de siempre: construir un mundo diferente al que vivimos. Un mundo justo, igualitario, sin explotación y sin miseria. Lo cual significa una tarea monumental y, en las condiciones del mundo actual, del nivel de conciencia de las masas y de la propia izquierda en particular, bastante lejana.
Hay quienes nos quieren hacer creer que existen algunos lugares del planeta en condiciones para la “liberación” de los pueblos de las garras del imperialismo. Sin embargo, esa lucha “antiimperialista” lejos está de serlo en los hechos. En Latinoamérica por ejemplo, se ha generado desde hace más de una década una poderosa corriente de masas que se ha puesto de pie para resistir los embates de lo que se conoció y se conoce como neoliberalismo, debido a la injusticia e inequidad social que generó la implementación de esas políticas. Pero esa resistencia a una de las formas en las que se expresa el capitalismo, no redundó en una real consciencia anticapitalista. El “antiimperialismo” que emergió de ello, fue un raro caleidoscopio de bravuconadas contra el imperio, pero de apertura a las inversiones extranjeras, el financiamiento externo y las multinacionales a la vez. Si eso no es el imperialismo ¿el imperialismo qué es entonces? Los gobiernos “díscolos” de Nuestramérica son fuertes de palabra, pero absolutamente débiles en ideología. Hablan de “luchar contra el saqueo imperialista”, pero ruegan por inversiones foráneas o cambian el imperialismo yanqui por el chino o el ruso… El último capítulo de la resignación es el acercamiento de Cuba a EE. UU. y al Vaticano.
Desde el siglo XIX al menos, y hasta casi fines del XX, la clase obrera luchó por su emancipación social y política con niveles de organización y logros notables. Luchaba por el poder. Desde el derrumbe de la Unión Soviética, más allá de todas las críticas que se le puedan hacer, esa concepción cayó en un pozo, y hoy la clase trabajadora lucha para ser explotada en las mejores condiciones posibles. Los gobiernos “rebeldes” de la actualidad no se salen de ese corset. Como se verá, antes era mucho más “fácil” ser de izquierda, parecía estar todo más claro. Hoy, en cambio, la confusión y la división imperan.
“Proletarios del mundo uníos” proclamaron Marx y Engels allá por 1848. Los marxistas comprendieron desde entonces que su tarea era organizar a las masas trabajadoras para vanguardizar la lucha contra los explotadores del mundo y cambiarlo por otro. Sin embargo esa comprensión de la tarea y el objetivo revolucionario, no siempre se amalgamaba con acuerdos sobre las políticas a seguir. De ahí que surgieron diferentes corrientes, todas las cuales quisieron imponer sus visiones, ya no al poder burgués, sino a los compañeros de objetivos y sueños. Sólo en contados casos, y bajo determinadas condiciones, un grupo de revolucionarios o un individuo extraordinario lograba reunir las voluntades para la organización y la lucha. Y a veces, no sólo se convocaban a su alrededor los revolucionarios, sino gran parte del pueblo. Ejemplos son los bolcheviques con Lenin a la cabeza, y todos aquellos dirigieron todas las revoluciones triunfantes. Pero también quienes vanguardizaron procesos que no lo fueron, como los revolucionarios alemanes con Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht a la cabeza. El marxismo entonces, se erigió como la ideología fundamental de la revolución mundial, y engendró en su interior las corrientes que cada proceso requirió. Algunas como contradicción al poder burgués, y otras como discusión u oposición a las corrientes marxistas imperantes.
La Revolución Rusa, con la construcción del poder soviético, en vez de zanjar las discusiones sobre las vías para llegar al socialismo y luego a la sociedad sin clases, el comunismo, generó intrigas palaciegas en su misma vanguardia, que terminó con el triunfo y la imposición del estalinismo. Fue esa corriente, obviamente con Stalin a la cabeza, la que dirigió la lucha contra el imperialismo burgués, contra el fascismo y durante la Guerra Fría. Aparecía como el norte de todo revolucionario y, para la consciencia de la humanidad toda, aquello quedó constituido como la concepción del socialismo, aunque el socialismo nunca haya existido realmente en la URSS. Lamentablemente, bajo su conducción, la Unión Soviética se derrumbó, con niveles de descomposición de la ética revolucionaria y de corrupción tan altos en el propio PCUS, que llevó a muchos de sus cuadros a ser hoy parte de la burguesía explotadora en los países resultantes de la implosión.
Ya no hay norte, ni faro. Todo está en discusión nuevamente. Menos la necesidad de la tarea de organizar a las masas explotadas y marginadas para la lucha contra la explotación, todo está en debate. El marxismo ya no es la ideología de la revolución para muchos que se consideran revolucionarios. Otros, autoproclamados marxistas, se conforman con tratar de humanizar al capitalismo, en una contradicción irremediable. Otros, como los chinos, explotan a millones de trabajadores desde el Estado dirigido por un PC que de comunista tiene el nombre solamente, generando un nuevo imperialismo con las herramientas del Mercado capitalista. Otros continúan sosteniendo la estructura de pensamiento generada por Marx y Engels como la mejor herramienta para la revolución, impregnándole su propia subjetividad y desdeñando la de los demás. Pero todos, todos, se autoproclaman como dueños de una “verdad” que es difícil de encontrar en la realidad.
Si los paradigmas que algunos creían “eternos” se han derrumbado y ya no hay referencias incontrastables salvo los viejos clásicos que aparecen más vigentes que nunca… ¿quiénes se pueden arrogar la propiedad de la verdad?
NADIE
A pesar de ello, hay quienes actúan en política desde el marxismo autoproclamándose los únicos herederos de los autores del Manifiesto Comunista.
Las diferentes corrientes de la izquierda revolucionaria, declamando el espíritu crítico, no aceptan el espíritu crítico que no coincida con el propio. Se postulan a sí mismas como la única alternativa “para la revolución”, predicando en un desierto donde la consciencia revolucionaria brilla por su ausencia a nivel de masas.
Un debate “central” suele ser la participación o no en las elecciones burguesas. Los que no participan “por principios” acusan a quienes sí lo hacen de “socialdemócratas” o “pequeños burgueses”, olvidándose que el propio Lenin llamó a la participación de los revolucionarios en los parlamentos burgueses bajo determinadas condiciones. Los que sí optan por participar, generalmente terminan lavando sus discursos y hasta sus programas para lograr el voto de “la gente”, en lugar de utilizar esos procesos como tribuna para batallar en las conciencias de los marginados contra la cultura que les han impuesto. Eso los lleva, incluso, a festejar como “triunfos” el conseguir el 5% ó menos de los votos populares.
Lo trágico de toda esta realidad, es que a ninguno le interesa convocar a un debate abierto de la izquierda revolucionaria para organizar lo desorganizado y unir lo disperso. Pero algunos sí se someten al debate dentro de la política burguesa con los partidos del sistema, y pretenden con votos reemplazar el atraso de la conciencia popular.
La cuestión es que, desde un declamado “pensamiento anti-sistema”, se construye desde concepciones propias del sistema ¿Qué significa, sino, creerse los únicos poseedores de la verdad? ¿qué es, sino, generar espacios a los cuales se los maneja como los burgueses a su propiedad privada? ¿qué es, sino, ejercer “derecho de admisión” entre luchadores por el socialismo, para construcciones supuestamente proletarias? Lamentablemente, la cultura burguesa atraviesa transversalmente, todavía hoy, a quienes dicen combatirla.
Si todo está en debate y no hay verdades reveladas ni dueños de la verdad, lo que debería exigirse a sí mismo el espectro ideológico que alguna vez dirigió la mitad del mundo y ya no, es justamente el debate abierto y fraterno entre los que profesan la idea de la revolución, el socialismo y el comunismo. Las corrientes surgidas al calor de la lucha revolucionaria del siglo XX carecen de sentido si sólo sirven para dividir y no para aglutinar. Pueden sostenerse como referencia para la historia y la discusión, no para la exclusividad de la construcción futura y necesaria. En ese sentido, habría que volver a las bases y organizar al marxismo sólo como marxistas con la referencia ineludible del leninismo como organizador de la herramienta revolucionaria.
Ningún cambio radical en la organización de la sociedad es perdurable si no se sostiene en la conciencia de las masas. Sin ello, toda variante será solo circunstancial y superficial. Debe haber un convencimiento masivo, un cambio de paradigmas en la concepción social de los explotados y los marginados del sistema, la mayoría absoluta de la Humanidad. Por eso la batalla es fundamentalmente cultural e ideológica. Y esa batalla sólo podrá darse con expectativas de éxito desde una organización fuerte con un comando único que comprenda la naturaleza de esa lucha, más allá de las políticas propias que pueda tener cada corriente que integre ese comando. Debe haber una estrategia consensuada, con tácticas que se correspondan a ella. De otra manera, las políticas dispersas y hasta contradictorias de la atomización infinita, sólo contribuirán a la confusión donde se necesita coherentización, y serán siempre funcionales a los intereses de los que se dice combatir, los explotadores del mundo.
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