Por Claudia Rafael
(APe).- Son las bandas. Así las llaman. Así se sienten. Es la raíz de su propia identidad en un territorio en el que la desesperanza, la inestabilidad y la noción de no futuro los atraviesan por entero. “La banda de los nenes”, titularon los diarios en estos días sobre un grupo de pibes de La Plata. “Ninguno pasa los 15 años”, aclaraba Diario Popular. “Los Pepitos: una banda juvenil con antecedentes que asustan”, titulaba el histórico diario El Día, de La Plata, en marzo pasado. Al mes siguiente anunciaría la detención del “Peladito”, definido como el líder del grupo que, el mismo medio describía, integraban también el Orejón, el Oreja y el Mudo. Grupo que tomó -o le asestaron- el mismo nombre de la legendaria banda que lideraba en los ' 80 y los ' 90 Margarita Di Tullio (Pepita, la pistolera), que regenteaba prostíbulos y comercios varios y que llegó a estar procesada por el crimen de José Luis Cabezas.
“La banda de la frazada” es la otra mítica semilla de miedo en la ciudad de las diagonales que estalló con ese mote en 2008: tenían entre 6 y 17 y su techo era la glorieta de la Plaza San Martín, desde que los habían expulsado de los pasillos de la Facultad de Humanidades en donde habían dormido durante ocho meses. Cuenta la leyenda que acostumbraban a arrojar una frazada a los paseantes para sorprenderlos y robar algún celular.
La mayor parte de ellos tiene el destino signado. Algunos ya tocaron la frontera de la muerte. Fueron atrapados en un descuido feroz por una bala que les segó la vida, como Omar Cigarán. Que tenía 16 aquel 15 de febrero de 2013. Justo el día anterior los policías que irrumpieron en su casa revestidos de itakas gritaron a su mamá: “Si hoy al guacho no lo entregás a la comisaría, mañana lo tenés muerto”. Promesa cumplida.
A otros la multiplicidad de drogas le fue minando el cerebro. Los suele encontrar sin saber bien quiénes son en una esquina cualquiera, viendo el movimiento de otros, la risa de otros, el amor de otros que mueven sus pasos frente a sí. Porque la vida suele ser para ellos un fantasma inasible e inexistente. A muchos los devoró la cárcel o, si no lo hizo aún, saben bien que lo hará. Como a Emanuel, en Olavarría, que -ya mayor de edad- fue condenado a 10 años y ocho meses de prisión por “homicidio agravado por el uso de arma de fuego”. Pero antes era uno más en “la banda de los Tatitas” y luego, ya adolescente, integrante de temer en “la banda de los Tinkii Bibi”.
Luis Felipe Ulloa, educador popular llegado desde Colombia que investigó largamente el fenómeno de las pandillas juveniles y, en particular, las maras, decía a APe que “quien ingresa a una pandilla siente que va a ser alguien. Se dice a sí mismo: ' Quiero ser alguien. Quiero ser respetado '. Cuando no funciona el respeto por simple humanidad, debe funcionar por miedo. Incluso los mismos tatuajes están plagados de significados que conducen al miedo. Para ninguno de ellos la escuela es un espacio que les resulte emocionante. Sí lo es la calle. Y es en el contexto de la pandilla en donde adquieren identidad. No en las instituciones”. En definitiva, no los muros cerrados que sistemática y sistémicamente los expulsan. Como el veneno que hay que alejar. Como la peste que es necesario mantener a distancia. Como el petróleo que derramado va a ir matando la vida que fluye en el mar.
Son “la banda”, “la pandilla” porque es ése su sesgo identitario hacia adentro y hacia afuera. Nombrarlos de a uno, por sus nombres, con sus angustias, con sus propios miedos, los hace vulnerables. Así fue con Emanuel cuando tocaba timbre y preguntaba: “¿me da unas monedas si le barro la vereda?” cuando apenas rozaba el metro de altura. Así era con José, a sus 8 años, y la risa de ternuras mucho antes de su pertenencia bandolera en La Plata y su futuro tumbero de mirada pétrea. Las instituciones los vieron una y otra vez, en cada caída, en cada derrumbe, en cada esquina. Los cercaron o los expulsaron. Los arrinconaron o los fagocitaron.
Rossana Reguillo, antropóloga e investigadora mexicana, escribió que existe una “necesidad de agrupamiento para construir identidades, referentes, sentido de pertenencia; formas de respuesta a la incapacidad de las instituciones modernas (la escuela, las iglesias, el trabajo, la propia familia) de ofrecer alternativas a las crisis, tanto estructurales como de sentido, que a finales de la década de los 80 iniciaron la espiral de precariedades y colapsos que apadrinaron la creciente escalada de violencias juveniles que hoy ocupan un lugar central en las agendas públicas”. El gran poder de esta suerte de “bandas” parte de los vacíos institucionales en los que el Estado busca ubicarlos y los envalentona a crear identidades propias. Aunque en estas tierras aún no alcancen a emerger como poderes paralelos, como suelen ser las maras en Centroamérica. Reguillo definió: “La mara se instala justo en el vacío de legitimidad, de hegemonía en el sentido gramsciano más profundo y, desde ahí, desafía la legalidad, pero al hacerlo confronta una ausencia, no una presencia”.
“La banda de los nenes”, “la banda de los Pepitos”, “la banda de la frazada”, “la banda de los Tatitas”, “la banda de los Tinkii Bibi”… intentan dirimir sus propias identidades con una musicalidad que irrumpe desde el miedo y a las que las instituciones (Estado, medios, sociedad) le asestan sellos indelebles en la frente. De ahí difícilmente se sale. Quedan arrinconados en laberintos que no tienen un arriba. Que no ofrecen destellos de luminosidad desde ninguna grieta. Llegan por estigma y por vacíos preparados con esmero. Por desamparo y por olvido. Hasta que las redes, sin resquicios para la salida, los hacen -violenta o paulatinamente- languidecer.
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