Por Natalie Mistral, guerrillera internacionalista FARC - EP
- ¿Tienes hijos? - Esta es una de las primeras preguntas que nos hacemos las mujeres, cuando acabamos de conocernos; y es una excelente forma de romper el hielo. Las mujeres de las FARC - EP no somos una excepción, pero a diferencia de la banal conversación que una puede esperar con una mujer civil sobre edad, estudios, novios y pasiones de los hijos, con las guerrilleras, siempre se esconden historias tristes de separaciones y nostalgias.
Desde los primeros días de mi ingreso, he estado sorprendida del gran número de madres en las filas guerrilleras. Habiendo hecho conmigo misma el compromiso moral de no embarazarme -pues mi elección de la vida guerrillera no me parece compatible con la maternidad, ya que, de tener hijos, no concebiría estar lejos de ellos y no estoy lista para renunciar a la lucha- me di cuenta rápidamente que estas camaradas habían conciliado las dos cosas para mi irreconciliables: ser madre y ser guerrillera ¡ Pero a qué precio !
Cada historia refleja la amargura de la perdida, el desespero de la incertidumbre, la ternura del amor lejano y la marca de la guerra. Todas ellas siguen en filas porque saben que es el lugar de donde podrán influir sobre el futuro, no solo de sus hijos e hijas, sino de toda la infancia de Colombia. Todas ellas han aceptado la separación con el valor que da la certeza de hacer lo correcto y la esperanza de poder reunirse con los suyos después de la victoria. Todas luchan y sufren por el amor de sus hijos.
Sin tener que pensarlo mucho, me viene a la memoria varias historias compartidas, sentadas en el borde de una caleta, durante una pausa en el camino, o al calor de la rancha (preparación de los alimentos).
La historia de “la Negra”, entrañable camarada con quien compartí varios años y a quien debo muchas enseñanzas propias de la vida de combatiente, ilustra muchas de las dificultades de ser madre guerrillera. Estaba con ella cuando se enteró que de nuevo estaba embarazada; su primera reacción fue decidir abortar lo más pronto posible, pues ella había sufrido un embarazo extrauterino el año anterior y había recibido la recomendación expresa del médico de no parir antes de los 2 años. Fue cuando llorando me contó que ya tenía una hija de la cual no sabía nada, debía estar cumpliendo 10 años.
En efecto, al no tener familia con quien dejar la bebé, prefirió tenerla cerca para poderla visitar regularmente y optó por confiarla a una pareja de pobladores del área de su frente que no tenían hijos y quisieron criar a la niña como suya, pero sin desconocer a sus padres guerrilleros. La vida de la joven pareja guerrillera transcurrió normalmente entre tareas de inteligencias y furtivas visitas a la niña querida, hasta el día en que, en un operativo militar, el ejército se llevó a varias familias de la zona para “interrogarlas”. En estas se encontraba la pareja adoptiva y la niña.
Cuando a los días regresaron, la niña no estaba, pues no habían sabido explicar la razón de la presencia de la criatura y el ejército se quedó con ella, sin más explicaciones, ni ningún contacto para reclamarla. Desde ese día, la negra nunca más supo de su niña. – Quien sabe -dice ella- si la habrán dado en adopción o si, como hemos visto antes, Bienestar Familiar se prestó para que la usarán en sus programas de infiltración de niños.
Estas prácticas que hemos denunciado en varias ocasiones y de las cuales nadie hace eco, consiste en impartir un entrenamiento de soldados de inteligencia a niños de 7 u 8 años, proveniente de Bienestar Familiar, huérfanos o muchas veces hijas o hijos de guerrilleros, retirados a la fuerza de sus tutores para infiltrarlos después en nuestros campamentos y abandonarlos a su suerte.
Cuando la Negra se presentó al mando de nuestra unidad anunciando su embarazo y su decisión de abortar, éste, conociendo su salud aún delicada, preparó las condiciones para una consulta médica con el ginecólogo que la había atendido el año anterior. El especialista no recomendó el procedimiento y dictaminó reposo obligado para la Negra y vigilancia médica permanente hasta tener la criatura. Ella estaba aterrada: De nuevo iba a tener que traer al mundo una criatura que no podrá ver crecer. Pero su compañero la calmó: hablarían con su madre, ella podría criarla, estaría en familia; esta vez no perdería el contacto.
Así se fue la Negra, salió contra su voluntad de la vida guerrillera que tanto quería, para pasar los meses que faltaban para el parto en condiciones favorables. El niño nació prematuro a los 6 meses, por suerte no había sido descubierta por las autoridades, así que pudo esperar el tiempo necesario para el correcto desarrollo de la criatura antes de regresar con ella a la unidad guerrillera que la esperaba con júbilo; pues la llegada de un niño en este mundo de jóvenes adultos es siempre un acontecimiento estremecedor.
Mis tareas en este momento me permitían visitarla de vez en cuando, durante su reposo obligado y los primeros meses que el pequeño Manuel pasó en incubadora. Ella estaba partida entre temor y felicidad, casi no quería ver el niño, temía no tener la fuerza de separarse de él, pero no podía imaginarse otra vida que la de guerrillera.
Cuando llegó la madre de su compañero para recoger el pequeño Manuel, ella se sintió aliviada: Él iba a tener abuela, tías y tíos, primos con quien jugar. Nadie le robaría el niño, iba a estar bien.
Hoy el pequeño Manuel sigue viviendo con su abuela y creciendo lejos de sus padres, de quienes sin embargo recibe notas llenas de amor. Es un niño con suerte, muchos hijos de guerrilleras y guerrilleros han desaparecido, raptados por el ejército con la complicidad de Bienestar Familiar; otros, han sido usados para llegar a sus padres y asesinarlos con ellos, como pasó con Lucero Palmera y su hija con Simón Trinidad, quienes fueron bombardeadas, gracias a un chip localizador puesto en la ropa de la joven. Otros fueron abandonados por sus familias “adoptivas” y librados a su suerte sin que sus padres puedan encontrarlos. Otros tuvieron que pasar sus primeros años en la cárcel, juntos a sus madres quienes fueron capturadas cuando salían a consulta médica prenatal. Otros han perdido sus dos padres en la guerra o ni siquiera conocen sus identidades.
Todas estas historias no han hecho más que reforzar mi profunda convicción que no se puede conciliar felizmente las armas con la maternidad. Optar por la revolución es un acto de amor que acarrea sacrificios; uno de ellos es la posibilidad de ser madre. No porque lo dice nuestro reglamento, sino porque así es la guerra. No ofrecer a una guerrillera la posibilidad de abortar cuando lo necesita y desea es un acto de crueldad que la condena, a ella y a su criatura, a una tortura permanente. Las guerrilleras no somos malas madres, somos las madres protectoras de todos los hijos e hijas del pueblo colombiano; por ellos luchamos, por ellos renunciamos hasta a nuestros propios hijos.
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