Por Claudia Rafael
(APe).- Demasiadas veces, en los márgenes se vive y se muere de los modos más atroces. Matías Escobar tenía 20 años y murió desangrado por una cuchillada feroz entre los pasajes olvidados de una villa de Lomas de Zamora “a las 2.30 del 17 de mayo de 2014”. Daniel Alejandro Márquez tenía entonces 19 y tras largos meses detenido por el homicidio de Matías, esta semana fue absuelto por el juez Pedro Pianta: ninguno de los testimonios y de las pruebas tambaleantes en su contra tenían la sustancia como para su condena. Apenas un apodo coincidente, un domicilio erróneo… En palabras del juez Pianta: “Daniel Alejandro Márquez hasta la fecha se encuentra padeciendo una prisión preventiva sólo porque un testigo señala que uno de los atacantes de la víctima se llamaba Alejandro, que esa persona era pariente de otro de los atacantes llamado Miguel, y que ambos vivían en el mismo domicilio”.
Decía Elías Neuman: “La selectividad tiene el sentido de la tutela, a través del control social institucional de cierto tipo de minorías que han crecido: la de las personas excluidas que no pueden, por sus propios medios, insertarse en el contrato social o que fueron arrojadas por la borda de ese contrato”.
Si, tal como plantea el juez Pedro Pianta, “de ninguna manera existe la posibilidad legal de afirmar con la certidumbre que exige este pronunciamiento que el procesado Daniel Alejandro Márquez haya sido una de las personas que atacó y produjo la muerte del joven Matías Escobar” ¿por qué Márquez terminó sentado en el sitial de los acusados, permaneció detenido por largos meses y fue tildado hasta esta semana de homicida?
Simplemente, porque la cárcel es y será ese territorio al que deben ser destinadas personas olvidables. Es, ni más ni menos, el cuadrilátero de murallones que ocuparán los olvidados. Los hombres y las mujeres que, una vez traspuesta la reja que separa el afuera del adentro, se transformarán en burdas categorías establecidas por códigos penales.
Ese hubiera sido -no restan demasiadas dudas- el destino de Daniel Márquez. En los fundamentos del fallo de Pianta se cuela el análisis de lo humano, ése que suele perderse entre los vericuetos de las constituciones y los códigos penales, el que habla del “desamparo que afecta sin compasión a los sectores socialmente excluidos” y que deriva en “un drama social indisimulable”.
Bastarían apenas algunas de las perspectivas de esa vida: analfabeto por decreto de Estado (después de todo, al terminar primer grado debió subirse a un carro cartonero para mantener a sus hermanos); sus padres estuvieron detenidos por causas relacionadas con el comercio de droga; él mismo “a partir de los 15 años se inició en el consumo de paco y porro junto a sus amistades”; estaba a punto de ser papá; estaba al frente de “controlar a un hermano de 16 años que se droga con diversas sustancias”. Pero además, la institución policial y judicial determinó desde un inicio que el homicidio de Matías Escobar fue la consecuencia de “una pelea de paqueros”. En definitiva, dice Pianta apelando a “la aguda crítica de Carlos Cossio”: “no advierten que el problema no radica sólo en el caso a resolver sino también en ellos mismos que tan cómodamente lo resuelven”. Simple, dijeron: si es una pelea de paqueros, no importa quién mató ni quién murió. No importan ni la vida ni la muerte. No importan las condiciones en las que la vida humana se desarrolla. Menos aún importa la diminuta posibilidad de desear, simplemente, transitar el camino a la felicidad.
Elías Neuman caracterizaba que los excluidos sociales “parecen destinados al desván de los despojos, sin chance”. Y advertía que “el excluido social está comparativamente por debajo del esclavo en la historia de la humanidad. Desde la polis griega, en todos los sistemas sociopolíticos conocidos ha habido esclavos. Pero, en todos ellos, el esclavo tenía trabajo, un dueño o un empleador que se ocupaba de él porque, obviamente, era un eslabón de la cadena productiva. El excluido social no tiene nada de eso. No tiene trabajo. Vive con su autoestima destruida. Ni hablar de la estima familiar y social. Ha perdido su identidad y es el desaparecido en la democracia. Y, por añadidura, a nadie interesa”.
Los Daniel Márquez, los Matías Escobar suelen tener destinos marcados. Cuando no es la muerte violenta, es la cárcel. Y la cárcel puede ser esa construcción de murallones elevados, rejas, celdas malolientes, techos descascarados y agobiantes y pabellones en panóptica arquitectura o puede ser -como tan certeramente definía Alberto Morlachetti- “a cielo abierto”. Donde el encierro tiene otras características. Pero del que no se puede salir porque siempre habrá un trozo de plomo o una bolsa submarina esperando en la frontera.
Los fundamentos del fallo Pianta abundan en el análisis de las múltiples violencias que ganan los márgenes. Y no en vano utiliza citas de Javier Auyero y María Fernanda Berti: “la economía de la droga es una espada de doble filo. Mientras sostiene comunidades pobres, simultáneamente las quiebra por dentro”, dice en un tramo. Se trata de violencias que queman y destruyen, cuerpo contra cuerpo, individuo contra individuo, muerte contra muerte. Mientras las estructuras controladamente violentas del Estado demarcan los límites de movimiento y de vida de los eternos olvidados.
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