Por Silvana Melo
(APe).- Cepriano vivió apenas siete meses en una casita hecha de chapas, maderas y techo de nailon. Vivió apenas siete meses en Sáenz Peña, un pueblo del Chaco, junto a sus cuatro hermanos. Una vida cortita, desdeñada. De la que el mundo podía prescindir, indolente. Sin darse cuenta de que el universo se altera en su equilibrio cuando falta una pieza del cuidadosamente delineado rompecabezas de la vida. Aunque esa pieza sea una piecita ignota, habitante de los arrabales del mundo, alojada en el olvido, devorada por el fuego del desamparo. Víctima de la ola de inseguridad -por el hambre, por el frío, por la tos, por el agua mala, por las llamas imparables- que asuela a la infancia en las cuevas feudales del norte. En las salamancas, donde demonios y brujas tejen los destinos. Y bajan a la Gran Capital vestidos de traje, maquillaje altivo y uñas de color.
El 16 de setiembre a las diez y media de la noche Cepriano se durmió sin saber que su vida terminaría ahí no más, a la vuelta de la esquina de una cuadra sin esquina. En la puerta de una casucha sin puerta. Dicen que su madre fue a buscar azúcar. O a hablar por teléfono. Pero no es importante.
No es importante la ausencia momentánea de la madre cuando el Estado los dejó solos a ella y a sus cinco niños en una tapera con techo de nailon que se enciende a la primera chispa. De un fuego aledaño que encendieron para cocinar porque adentro duermen y no hay lugar para otra cosa. Porque adentro no hay luz y la noche se refugia en la casilla para volver todo negro profundo y sin salida.
¿Los dejó solos el Estado? En el Chaco, donde los pueblos originarios se consumen encerrados en el pedacito de tierra que les conceden hasta que se apaguen. Donde la estructura clientelar no llega a la casa de Cepriano más que con los pibes subsidiados para la leche pero no para que otra vida sea posible. Donde ella seguramente no fue a votar el domingo pero además no era necesaria: el gobernador que gobernará ganó por el 55% de los votos. Trece más que su contendiente. El voto de ella hubiera sido uno más. Y no cambiaba la vida. Ni la de ella ni la de Cepriano, muerto el día anterior, en plena veda electoral.
¿Los dejó solos el Estado? ¿O los colocó en el lugar preciso de las piezas de descarte? En el barrio Ensanche Norte el fuego se veía como un faro en medio de la nada. Los diarios hablan de “la habitación” donde dormía el bebé. La choza no tenía habitaciones. Apenas cuatro chapas sostenidas en cuatro tirantes de madera que enganchan los extremos del nailon que es el techo, donde se embolsa el viento y hacia donde van las chispas, como las mariposas a la luz.
El 19 Cepriano murió. En el Instituto del Quemado de Buenos Aires. Pasó por el hospital de Sáenz Peña. Después a Resistencia. Y fue a morir a la capital.
Cepriano fue alguien un ratito, cuando su nombre apareció, como una vaquita de San Antonio, en un par de diarios del Chaco. Una vaquita que no llegó a atravesar los cinco dedos del sistema para ver si traía un poco de suerte a los destituidos de este mundo. O por lo menos a sus cuatro hermanos de 2, 4, 5 y 6 años que ahora no tienen ni casilla. Y vaya a saber dónde están, con quién, mientras a su madre alguien la llevará hoy de vuelta desde la capital con una cajita donde ahora duerme Cepriano.
Ella, que no tiene ni nombre en las crónicas, seguirá siendo nadie en las orillas del Chaco. Allí donde la gente se cae de la vida a veces. En la provincia del desempleo cero. De los indicadores que desconocen el hambre. De los Ceprianos que se mueren arrasados por el abandono, la indigencia y el fuego. Y de cuya muerte se culpará a su madre, por aquello de la delgadez por donde se corta el hilo.
Habrá que ver de qué se viste la esperanza si es que baja a Buenos Aires.
O tal vez se quede entrampada entre el nailon y las chapas en el barrio Ensanche Norte.
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