Por Alfredo Grande
(APe).- La marca de la cultura represora, entre tantas otras, es la repetición. Lo que es y ha sido, siempre será. Si tomamos la ruta 2, pagamos los tributos a las corporaciones que algunos llaman peaje, llegamos a la ciudad feliz. Sí o sí. 2 + 2 es 4. Una determinación absoluta que no da espacio a la novedad, a lo nuevo, a lo inesperado. Todo en la cultura represora es hasta que la muerte lo separe.
Por lo tanto la absoluta repetición es el reinado de la muerte, y la vida es apenas una demora, una larga espera, en el mejor de los casos, para que ese mandato ineluctable se cumpla. El único que en la cultura represora cumple los pactos es el diablo. Sabemos cuál es la moneda de cambio. El alma morará en los infiernos por toda la eternidad. Que no es otra cosa que un tiempo ahora transformado en absoluto.
El desafío para construir cultura no represora no será cambiar el final de la historia, sino cambiar el principio. Para que otro mundo advenga posible, aunque tengamos que admitir que cada vez con menos probabilidades a favor de las políticas emancipatorias, los rituales cristalizados deberán dar paso a las políticas deseantes. Y entramos en el nivel fundante para intentar construir una cultura diferente.
El rescate colectivo del deseo, el placer y la alegría. Un trípode libertario que en una escala pequeña, pequeña, lo que desmiente la contundencia de mi apellido, he intentado sostener en mis Unipersonales. En un ensayo teológico filosófico, Rafael Villegas nos habla de la “Revolución de la Alegría” . “El Papa Francisco I ha ubicado a la alegría en el centro de su teología, otorgándole una cualidad primordial. Se desprende de su teología -en armonía con el pensamiento del Papa Juan Pablo II y Benedicto XVI- que para él, la raíz de la alegría, no tiene una base material y erótica como eco y expresión viva de una comunidad que se libera, sino que remite su fuente y motor a la crucifixión de Jesús como el gran acto salvífico de Dios en respuesta a la culpabilidad que pesa sobre toda la humanidad. En el asesinato de Jesús como elemento motivante del gozo, se encuentra el secreto eficaz de la dominación religiosa: la culpa. Ella es el chasis que sostiene la locomotora del capital y lugar desde donde el capitalismo junto a la teología Papal se prestan mutuo apoyo” .
Es fundante de todas las políticas de opresión que las víctimas se sientan culpables de su situación, y por lo tanto, que en forma conciente e inconciente, concedan la impunidad del victimario. Una prueba de la culpa colectiva fue la cruel sentencia: “por algo será”. Por supuesto que es por algo, pero el discurso represor sugiere que es por “algo malo”.
Desde el psicoanálisis implicado, que es un desarrollo político mas que psicológico, decimos que “la culpa es un artificio que legitima un castigo”. La cultura represora tiene infinitas formas de castigo. De hecho, las elecciones se definen a favor de aquellos que logran convencer que castigarán menos, que castigarán bien, que no castigarán más de lo necesario, que castigarán con anestesia, que castigarán pero algo compensarán con premios. Por supuesto hay una casta de premiados a perpetuidad sin recibir nunca un castigo.
Algunos llaman a esto corrupción estructural. Privilegio y no solamente jubilatorio, aunque también, e Injusticia son dos hermanos siameses. Por lo tanto la única alegría que nos propone la cultura represora tiene como premisa una lobotomía, una amputación permanente de nuestra capacidad de pensar.
Ahora está de moda hablar del cerebro y que apenas usamos un 10% de su capacidad. No casualmente ciertos profesionales reducen al sujeto a su cerebro. Las denominadas neurociencias terminan siendo otro opio de los pueblos porque hacen un reduccionismo cientificista de la conducta en determinantes orgánicos.
Por supuesto, todo lo que sirva para reducir al sujeto colectivo a un individuo aislado es santificado por la cultura represora. Lo terrible no es el 10% que después de todo es un descuento por pagar al contado nuestra esclavitud. Lo terriblemente funesto es el sentido, el contenido de ese 10%. Si la alegría es ir a comprar a un shopping hasta las 4 de la madrugada, y abalanzarse con frenesí ante la campanada de los super descuentos, no estamos en el horno pero estamos en el freezer. Congelar la alegría con el consumismo es otro de los triunfos de la cultura represora que con la palabra “oferta” es absuelta de su orgía de sobreprecios. Por eso como bien dice Villegas, la alegría tiene como fundamento la culpa por no comprar.
El consumista consume consumo, o sea, lo inútil, lo perjudicial y lo absurdo. El consumo necesario y verdadero sigue siendo un bien escaso, por eso en nuestro país, que del mundo sigue siendo granero, el hambre es un crimen. El sacrificio del Hijo del Padre nos da alegría porque nos redime de pecados. No importa demasiado que en rigor de verdad no los hemos cometido y que además no eran pecados sino las formas genuinas de la alegría y el encuentro.
Sin ánimo de profanar el análisis bíblico con un cita tanguera, o quizá sí, recuerdo que “nunca faltan encontrones, cuando un pobre se divierte”. De eso se trata: que el pobre no se divierta por deseo, sino que se divierta por mandato. O sea: la alegría por mandato es la manía y eso explica el auge de toda forma de drogas. Mas allá del lamento borincano de los que pretenden combatirla con matafuegos, sin intentar averiguar de donde vienen las llamas.
Los modernos inquisidores son fundamentalistas y moralistas que satanizan los efectos, pero ignoran o son cómplices de las causas. Crearon un mundo sin alegría pero condenan a los pobres de espíritu que buscan algún consuelo, aunque algunos consuelos sean peor que la enfermedad. Un Síndrome de Estocolmo a escala planetaria se ha instalado. Las víctimas aman a sus victimarios o al menos compran sus productos.
Ante el colapso de los vínculos, se multiplican las redes sociales. Que dejan de ser soporte del encuentro, para ser restituciones de los vínculos. Habrá que empezar de otra manera. Un niño pobre, que nace en un pesebre, hijo de madre que concibió sin pecado, tendrá un padre que lo defienda de tempranas servidumbres. No aceptará el regalo de los Reyes, sean sabios o magos, y no reconocerá filiación ni n ninguna divinidad, ni con ningún poder terrenal.
Ese Padre del Deseo sostendrá a su hijo como redentor de las víctimas e implacable enemigo de los victimarios. Los Herodes de todos los tiempos mostrarán su condición de lobos al intentar y no pocas veces lograr, que el exterminio sea la constante de ajuste de todas las injusticias. Ese Padre del Deseo nunca lo abandonará. Sus hermanos, que no serán los que lo sigan sino los que lo acompañen, no serán cómplices de ninguna traición.
Todos somos Espartaco, todos somos el Che, todos somos el Jesús que anduvo en la mar. Nos alegramos por compartir nuestros deseos, nos alegramos por combatir nuestras culpas. Los deseos son nuestros, y las culpas son ajenas.
Ese niño nacerá pobre pero nunca más será un pobre niño. Pobre niño que terminará siendo un adulto desesperado. No hay mayor riqueza que sostener nuestros deseos. El niño pobre nacerá en un pesebre, pero podrá vivir en una comunidad deseante de hermanos. El pobre niño podrá nacer en un palacio, pero vivirá en la corporación culpógena de sus padres patrones. El niño pobre buscará la alegría, el pobre niño se resignará a su tristeza.
El Padre del Deseo luchará para que su niño pobre no sea nunca más un pobre niño. No habrá regalos ni sobornos que lo aparten de esa férrea determinación. Si cambiamos el comienzo de esta historia, la probabilidad que se modifique el destino aumenta. El crucificado será el César y no habrá traición entre hermanos ni 30 dineros que la premien. El niño pobre podrá seguir siendo pobre, pero no será nunca más, y por los siglos de los siglos, un pobre niño.
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