Por Rafael Hernández
El 17/12, día de San Lázaro (Babalú Ayé, el sanador, para los creyentes en la santería, religión más extendida en Cuba), es histórico. Por primera vez en más de dos siglos, EE. UU. no trata a Cuba como un estado inferior o un enemigo, al que aplica la fuerza, sino como un sujeto legítimo e igual en términos de derecho internacional, con el que dialoga y alcanza acuerdos.
No solo los cubanos de a pie, sino los expertos en relaciones bilaterales de los dos lados se quedaron atónitos con la noticia. Entre los sorprendidos también estábamos los que no creíamos en la omnipotencia del lobby conservador cubano-americano, esa “cola que mueve al perro”. Como quedó demostrado, esa cola podía quedar entre las patas si el Ejecutivo se lo proponía. Pero tal determinación era difícil sin la voluntad de gastar en una islita del Caribe el capital político que no le sobra a Obama en este otoño republicano y de descontento, en vez de hacerlo en Afganistán, Irak, el Estado Islámico, Rusia, Ucrania, o la cuestión migratoria, las drogas, la violencia racial, y todo lo demás.
El camino para levantar el bloqueo a Cuba permanece lleno de baches. La Ley Helms-Burton, que compendió en 1996 todas las regulaciones emitidas desde febrero de 1962, no es una puerta cuya llave tenga el presidente. Pero sí hay ventanas a su alcance. Sin llegar al punto del turismo generalizado, se podrían ampliar las licencias a ciudadanos norteamericanos para visitar la isla; o emitirlas para comerciar con el emergente sector cooperativo y privado cubano. La nueva política podría abrir algunas.
¿Qué capacidad de réplica tienen los recalcitrantes republicanos o demócratas, y sus socios los beneficiarios de la industria del anticastrismo en Miami? Lo primero es apreciar que estos últimos son una especie amenazada por el cambio climático. Las encuestas revelan que la mayoría de los cubano-americanos están a favor de la normalización y el fin del embargo; mucho más los jóvenes, la sucesivas generaciones y oleadas migratorias desde 1994; así como la mayoría de los norteamericanos, incluidos los republicanos de los estados agrícolas. Por otra parte, como ha subrayado Obama, el gobierno no ha hecho más que extender a Cuba el trato otorgado a China desde 1972 y a Vietnam desde 1996. No ha renunciado a fomentar la democracia, la libertad y los derechos humanos en ninguno de esos países. Solo ha elegido medios políticos, como el diálogo y la negociación, en vez de la fuerza. De manera que los anticomunistas de raza no tendrían que abandonar sus principios, sino apenas actualizarse a los nuevos tiempos, cualidad idiosincrática entre políticos y negociantes.
En todo caso, mientras el revanchismo republicano anti-Obama rompe lanzas en el Congreso frente al 17/12, los cubanos mayores de 60 en Florida pueden empezar a planear su retiro en Cuba, usando sus tarjetas de crédito y de débito, recién aprobadas por Obama. Tienen a su favor los dos próximos años, en que los duros no tendrán asiento en la Casa Blanca. Cuando llegue noviembre de 2016, Jeb Bush o quien sea candidato republicano, tendrá que pensar en todos estos cubano-americanos mayores de edad que se han ido a vivir en La Habana, como otros lo hacen en Costa Rica; así como en sus hijos, que tendrán intereses en bienes raíces y negocios en la isla, o viven ya entre los dos países (desde la ley migratoria cubana de 2013) con un Oldsmobile del ' 56 en Santa Clara y un empleo en Hialeah. ¿Votarían estos, y otros residentes en Florida, por un candidato que les prometiera poner la máquina en reversa?
El futuro como presente.
Esta nueva política no abre las compuertas del bloqueo, pero sí una fisura en su muro. Y ya se sabe lo que pasa con una represa que, bajo presión de agua, sufre una rajadura.
Dentro de cuatro meses, Obama llegará a la Cumbre de las Américas en Panamá sin mucho que ofrecer en los temas duros de la agenda interamericana: comercio, drogas, seguridad, medio ambiente. En materia de migración, apenas el mérito de haber pospuesto la situación de deportación de 5 millones de latinoamericanos indocumentados. Paradójicamente, su mayor logro, alcanzado a mínimo costo en comparación con esa agenda, habrá sido la normalización de relaciones con Cuba, demanda de todos los gobiernos del hemisferio, incluido Canadá. No será solo la primera Cumbre donde ambos presidentes se sienten juntos, sino el primer evento donde el entendimiento podría predominar entre representantes de los dos gobiernos.
Valorar los numerosos impactos políticos del 17/12 previsibles en el futuro próximo de Cuba requiere un espacio mayor. Valga la pena apuntar, sin embargo, que en términos del nacionalismo cubano, bien conocido de los españoles, pues no lo inventó Fidel Castro, sería un error de perspectiva esperar que el gobierno vinculara las relaciones con EE. UU. y las reformas políticas en la isla. La democratización del sistema, legitimada en el discurso del propio Raúl, no es una tarea susceptible de negociarse con una potencia extranjera, ni siquiera los fraternos europeos y el Papa, a riesgo de perder puntos en un consenso nacional que hoy resulta más complejo y decisivo para la estabilidad de los cambios que nunca.
En lo que atañe a los EE. UU., podría asegurarse sin reservas que, por primera vez en medio siglo, y quizás desde Lincoln, un presidente de EE. UU. es popular en la isla.
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