Por Silvana Melo
(APe).- Cuando las estadísticas incomodan, no hay estadísticas. Si los diagnósticos fastidian, se subdiagnostica. O se firman engañosas y obvias defunciones (paros cardiorrespiratorios). Cuando los niños se mueren de cáncer en un pueblo, es más simple hablar de la genética, del azar y del tabaquismo paterno. Y no de los aviones que llueven veneno sobre la piel, el agua y los pulmones de hombres, mujeres, niños, niñas, perros, pollos y vida en general en territorios cercanos al ombligo entrerriano como San Salvador.
Historias de riesgo extremo que se repiten en Lavalle, Corrientes. En Bovril, Entre Ríos. En Santa Fe, en Misiones, en Córdoba, en Santiago del Estero. Mejor no contar el número de niños y adolescentes que se mueren de cáncer cerebral en el mismo barrio, en la misma cuadra. Porque si se los cuenta desde los ábacos oficiales habrá que dar explicaciones. Y hurgar en las entrañas del modelo que el capitalismo extractivo aplica impiadosamente en los pueblos rurales. Los que dependen en vida y muerte de la siembra, la sobrevida de lo que crece y el precio de los commodities. Donde se rifa a la gente para que todos los premios sean para los mismos. Siempre, siempre los mismos.
El jueves a la noche murió Joan Franco. Tenía apenas dos años y medio. Vivía en el barrio envenenado de San Salvador, cerca de la cuadra donde vivió Leila que no cumplió los 15 o Pablo que apenas sintió los 18. Joan murió en el Garrahan, lejos de su casa y de su cuadra en el barrio Centenario de San Salvador. Una pequeña ciudad arrocera de Entre Ríos a la que la proliferación de la soja sin control (de la misma manera que prolifera descontrolado un grupo de células que da forma a un tumor) altera la identidad. Como la capacidad invasiva de las neoplasias, que coloniza tejidos y órganos, la intrusión de la soja transforma a la Capital del Arroz en una ciudad cuyo karma es la soja transgénica, el veneno que la salva de todo otro ser vivo que la amenace, la cascarilla del arroz mezclada con deriva que arrastra el viento hacia narices y pulmones y el corazón del barrio construido, dicen, sobre un cementerio de aviones mosquito con sus tanques y su pasado intactos.
Son las metástasis sociales de una patología sistémica: aquella que se lleva puestos a sus niños -estragados por químicos tóxicos y arrasados por químicos terapéuticos- sólo porque les tocó en suerte nacer en las costas donde no llega el sueño entrerriano pero sí las nubes que traen noticias sombrías para la vida.
Joan murió el jueves. Era tan chiquito, tan frágil para soportar sus quimioterapias bucales en casa y los viajes periódicos al Garrahan. Hospital con el que el gobernador de Entre Ríos inauguró en octubre pasado las teleconferencias. Que, justamente, no son útiles para exhibir los resultados del modelo agroexportador que cuenta sus víctimas siempre en la debilidad, en la fragilidad de la vida que empieza recién. Los niños no deben tener cáncer. No puede haber razones aleatorias para que los chicos se mueran de cáncer. No es lo natural. No debe serlo. ¿Qué bebe, qué respira, qué toca, qué come un niño para que sus células enloquezcan y lo ataquen? ¿Con qué juega? ¿Con la tierra húmeda vecina de los tomatales como José Rivero, Nicolás Arévalo y Celeste Estévez? ¿Con la misma tierra con la que siguen jugando y están en peligro sus hermanitos, sus primos y sus amigos? ¿Qué respira un niño para que su cuerpo reaccione monstruosamente con leucemia? ¿Respira el aire tóxico de los fumigadores que respiraba Leila Derudder en la cuadra fatal de San Salvador? ¿El mismo que respiró Joan Franco? ¿El mismo que respira Brenda Barrios, apenas entrando en la adolescencia e internada periódicamente en el Garrahan?
Joan había nacido en Jubileo, un pueblo cercano con un nombre contradictorio. Sus padres viven en una casa destinada a peones, “lindera al cableado de alta tensión y a una antena de telefonía celular” (Revista Mu, abril de 2014). Allí nació, en un combo perfecto del progreso que se completa con las fumigaciones del arroz y la soja. En enero le extirparon un tumor medular.
Decía Manuela, su madre, a Mu ocho meses atrás: “Yo digo lo que vivo y lo que veo. Acá fumigan, y la verdad es que no tenemos a dónde irnos. No van a dejar de hacerlo porque mi hijo está enfermo. No sé qué hacer. Cada 28 días le dan quimio por vena en Buenos Aires y acá todos los días por boca. Hay un 50 y 50 de posibilidad que el tumor vuelva”.
El gobierno derogó las estadísticas oficiales y escondió las fastidiosas muertes por cáncer bajo la misma alfombra donde se esconden el glifosato, el endosulfán, el 2,4 D, manipulados para matar selectivamente: no esa hierba determinada, sino todo el resto. Malezas, insectos, pájaros, perros. Y niños.
Entonces los vecinos decidieron hacer su propia cuenta, nacida en los rumores, en las historias boca a boca, en un canal de comunicación alternativo donde la censura espía por detrás de los cristales. La mitad de las muertes en San Salvador en 2013 fueron por cáncer. En tres cuadras hay nueve casos. En tres o cuatro manzanas, 49. “Algunos están en tratamiento. Otros, ya murieron”. Las muertes por esa causa duplican la media nacional: del 20 a entre 35 y 49%. Los funcionarios silban y miran hacia otro lado. Los pocos y desempoderados que ven, apuntan a los agroquímicos. Los tumores cerebrales y las leucemias matan a los niños de San Salvador. Como no existe infraestructura hospitalaria para semejante complejidad, van a parar a Paraná (como la nena en terapia en el hospital de la capital de Entre Ríos). Y después al Garrahan.
Andrea Kloster, organizadora de eventos y en alerta a partir de las muertes continuas, fue la semilla de las marchas de Todos por Todos. Donde familiares de las víctimas y vecinos que deciden no ser permeables a la amenaza constante de aislamiento y desempleo, crearon un espacio de resistencia. Frágil pero fuerte. Moviéndose en la endodermis social oculta, fuera de la visibilidad feliz que imponen las herramientas del sistema. “¿Qué es lo que nos está matando?”, se preguntan. La madre de Leila comenzó a participar en estos días. Manuela, la mamá de Joan, tal vez lo haga en un tiempo. “Cuando esto pase”, le dijo tristemente a una enfermera del Garrahan. “Cuando esto pase” implicaba claramente la muerte. Los padres de niños muertos dejan de tener miedo a las cosas de este mundo. Perdieron un niño: no hay nada peor que pueda pasarles.
“Donde está el foco del cáncer, que es el barrio Centenario, hubo un aeródromo de aviones fumigadores. El primer aviador que hubo en San Salvador me cuenta que ellos pulverizaban con gamexane, y ahí se enterraron tachos con químicos”, le relata un vecino al periodista Leonardo Rossi. Muchos vecinos repiten la misma historia: “los tachos enterrados y los derrames de químicos como el lindano (gamexane), prohibido en Argentina desde 1995 por su alta toxicidad. En ese lugar no sólo se montó un barrio hace dos décadas, si no que se construyó una escuela”.
En Entre Ríos el 80% de las escuelas rurales son fumigadas. La escuela del pueblo Santa Anita, Concepción del Uriguay, fue fumigada hace unos días. A escasos metros hay una plantación de arroz. La maestra, Mariela Leiva, escuchó esa mañana la cercanía del avión y salió: el mosquito sudaba veneno y el viento lo llevaba directamente al patio de la escuela. Cuando ella volvió al aula, ya había niños vomitando, brotados, hinchados. La policía y una ambulancia no amedrentaron al piloto que mantuvo su lluvia tóxica sin inmutarse.
El gobernador Urribarri, al inaugurar las teleconferencias con el Garrahan, aseguró que “la política de prevención, particularmente en la infancia, nos ubica en los índices más bajos de mortalidad infantil”.
Salvo en las cuadras del barrio Centenario de San Salvador. Donde los niños mueren como los insectos de la luz cuando amanece.
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