Por Manuel E. Yepe
Foto: Virgilio Ponce
Cuando Cuba está abocada a un cambio profundo en la política exterior de Estados Unidos que se ha dado en caracterizar como “normalización de las relaciones con Cuba”, en aras de la cautela, procede recordar dos preceptos que proyectan peligrosas sombras en la historia de estos nexos: la doctrina del destino manifiesto y la teoría de la fruta madura.
En junio de 1783, John Adams, el segundo presidente de los Estados Unidos, declaró que la isla de Cuba era extensión natural del continente norteamericano y que su anexión era absolutamente necesaria para la existencia de su nación. Sostuvo que Estados Unidos jamás permitiría su independencia y que la mejor manera de proceder sería que Cuba permaneciera en posesión de España hasta que la isla pudiera ser absorbida por Norteamérica.
El “Destino Manifiesto” era la concepción desarrollada en esos años como doctrina que atribuía a Estados Unidos la misión especial de llevar su sistema de organización económica, social y política, primero, a toda América del Norte y, posteriormente, a todo el Hemisferio Occidental.
La expansión al oeste se realizó a fines del Siglo XIX y como resultado de ello, la población aborigen fue prácticamente aniquilada y los mexicanos perdieron casi la mitad de su territorio (Texas, Nuevo México y California).
En 1823, el presidente James Monroe pronunció lo que sería conocido como la Doctrina Monroe o de “América para los americanos” que establecía que toda interferencia por cualquier potencia europea en las nacientes repúblicas latinoamericanas sería considerada un acto inamistoso contra los Estados Unidos y, por tanto, Washington se atribuía el derecho de “proteger a la región”. El aparente paternalismo defensivo hacia el resto del hemisferio pronto demostró ser evidente expansionismo.
Algunos años antes, John Quincy Adams, entonces Secretario de Estado en el gobierno de Monroe y luego su sucesor como Presidente, había escrito: “…si una manzana, derribada de su árbol por la tempestad, no puede sino caer a tierra, Cuba, separada por la fuerza de su anormal conexión con España e incapaz de sostenerse por sí misma, solo puede gravitar, hacia la Unión Norteamericana, la que a su vez no puede por la misma ley natural, rechazarla de su regazo”.
Este principio no fue obstáculo, sin embargo, para que Estados Unidos tratara de comprar a Cuba de España. Una oferta de compra de la isla por cien millones de dólares fue rechazada por la corona ibérica. Ya en 1880, el capital estadounidense estaba sólidamente involucrado en Cuba, especialmente en la industria azucarera, como resultado de su interés global de convertir a las islas del Caribe en economías azucareras.
Dado que en la memoria popular estaban aún vivas las raíces revolucionarias de Estados Unidos y muchos ciudadanos comunes de ese país tenían simpatías por Cuba, el hecho solapó una tensa preparación en Estados Unidos para una intervención militar directa en la guerra por la independencia de Cuba contra España.
No obstante, en 1895, pocas horas antes de caer en combate, el líder revolucionario cubano José Martí escribió que, luchando contra España, Cuba pretendía “evitar con su independencia que los Estados Unidos se expandieran por las Antillas y cayeran con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América… Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido para eso”, enfatizaba.
El 24 de diciembre de 1897, el Subsecretario estadounidense de Guerra J.C. Breckenridge escribió en un memorando: “Esta población (la cubana) está constituida de blancos, negros, asiáticos y personas que resultan de la mezcla de estas razas. Los habitantes son generalmente indolentes y apáticos… En tanto este pueblo sólo posee una vaga noción del bien y del mal, tiende a buscar placer no a través del trabajo sino de la violencia. Es obvio que la anexión inmediata a nuestra federación de estos elementos perturbadores y tan numerosos constituiría una locura, así que, antes de proceder a ello, debemos limpiar el país. Tenemos que destruir todo aquello que esté al alcance del fuego de nuestros cañones. Debemos imponer un férreo bloqueo de manera que el hambre y su compañera perenne, la enfermedad, socaven la población pacífica y diezmen su ejército. El ejército aliado deberá estar comprometido constantemente en acciones de reconocimiento y de vanguardia, para que el ejército cubano esté irreparablemente atrapado entre dos frentes… Nuestra política debe ser siempre apoyar al más débil frente al más fuerte, hasta que hayamos logrado exterminarlos a ambos, a fin de anexarnos la Perla de las Antillas”.
Más de un siglo después, los cubanos están obligados a actuar con mucha cautela a la hora de materializar, en la mesa de negociaciones, una victoria tan sufrida como merecida.
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