Por Ariel Mayo
El golpe de 1976 cerró un período de movilización popular sin precedentes en la historia argentina contemporánea (sólo puede comparársele el 17 de octubre de 1945). La clase obrera encabezó esa movilización, cuyo punto de partida fue el Cordobazo en 1969. Pocas veces la burguesía sintió tanto temor a perder sus privilegios. El terrorismo de Estado fue la respuesta a ese terror, el uso sin límites de la tortura y el asesinato para conseguir la desmovilización de los trabajadores. No fue la guerrilla (no pretendo, por supuesto, negar la importancia de las organizaciones armadas en el período), fue la clase obrera quien desató todos los miedos de los burgueses. No fue el peronismo (aunque la gran mayoría de los trabajadores se identificaban como peronistas), fue la creencia de los laburantes en su propia fuerza la que quitó el sueño a la clase dominante.
La normalidad capitalista se asienta en la unidad de la clase dominante y en la fragmentación de la clase trabajadora. O sea, los empresarios saben que son una clase y actúan como clase (a pesar de sus diferencias internas); mientras tanto, los trabajadores deben estar divididos (cada uno cuenta con sí mismo y con nadie más en la lucha diaria por ganarse el sustento), actuando como un montón de individuos sueltos. Ese es el mejor de los mundos posibles para la burguesía. Pero cuando los trabajadores se ven a sí mismos como clase y actúan en defensa de sus compañeros, la normalidad se va al diablo. Organización, movilización, solidaridad: he aquí las tres palabras malditas para la burguesía.
En 1969 - 1976 la clase trabajadora argentina estaba organizada, movilizada y mostraba grandes niveles de solidaridad. El objetivo de sus luchas no era el socialismo (por lo menos no lo era para la mayoría de la clase), pero su organización, movilización y solidaridad desafiaban la dominación de la burguesía. Si esas cualidades no eran desarmadas, resultaba imposible la implementación de planes económicos dirigidos a aumentar la explotación y, por ende, las ganancias de los empresarios. Sin política no hay economía que valga. La burguesía estaba decidida a darle una lección inolvidable a la clase obrera, para que nunca más levantara cabeza.
El secuestro, la tortura y el asesinato de decenas de miles de argentinos fue el método elegido para dar esa lección. No hubo irracionalidad ni perversión (aunque los muchos ejecutores de las torturas y asesinatos calificaran como sádicos y perversos), todo fue parte de la racionalidad capitalista más pura. El horror del capitalismo no reside en la violencia irracional; todo lo contrario, la violencia, el sadismo y la perversión forman parte de una estructura de dominación cuyo objetivo central es la anulación de la resistencia de los trabajadores para poder obtener mayores ganancias. La picana es parte necesaria de la contabilidad empresaria, aunque no pueda figurar en los balances.
La victoria de la burguesía en 1976 moldeó la sociedad actual. El régimen democrático vigente desde 1983 se asentó sobre la ruptura de la organización, de la movilización y de la solidaridad obrera. El individualismo imperante entre los trabajadores es el indicador más claro del éxito de la dictadura.
Es por todo esto que el aniversario del golpe sigue revolviendo nuestra conciencia y nuestras tripas. Por más que la maquinaria de dominación invite a la indiferencia, el 24 de marzo termina siempre por revolver la naturalidad ganada a sangre y fuego. No se trata del efecto del día feriado.
No se trata tampoco de la presencia coyuntural de Obama. El 24 de marzo nos recuerda que esa “naturalidad en que vivimos no es “natural”, pues tiene un origen preciso: el golpe militar de 1976.
El 24 de marzo no forma parte del pasado. Es nuestro presente. En la lucha de clases no hay victorias ni derrotas definitivas. Está en nuestras manos reconstruir la organización, la movilización y la solidaridad de la clase trabajadora.
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