Por Carlos Aznárez
Lo que está ocurriendo en estos días en Brasil es de manual. Del Manual de Golpes Blandos, Suaves y otras variedades, que el Imperio, con la ayuda de cómplices locales ejecuta reiteradamente en el continente latinoamericano y en otros rincones del planeta. Se ataca a la Presidenta Dilma Rousseff legítimamente elegida por el voto popular desde varios flancos. Y en todos ellos, la derecha emplea diversos recursos para el hostigamiento, como es el hecho de lanzarse a la calle masivamente en las grandes capitales, cantando consignas destituyentes y exhibiendo en algunos casos banderas norteamericanas (para que nadie duda quien está detrás de este tinglado) o haciendo el saludo hitleriano, no como una humorada sino como reafirmación de principios. Así, San Pablo, Río de Janeiro y otros enclaves han vuelto a inundarse de camisetas con los colores de la bandera brasileña, pero no para festejar un triunfo futbolístico sino para “cambiar” (palabreja muy de moda y con varios significados) al gobierno progresista por otro de signo contrario. Detrás de estas algaradas “populares” (como dicen los periodistas más canallas de la Red O’Globo), está el protagonismo del terrorismo mediático que, en este caso, embiste contra Dilma y a Lula aprovechando algunos datos de la realidad (entre ellos, los continuos actos de corrupción de algunos funcionarios y dirigentes del PT) para generar campañas de desprestigio en los que se mezclan certezas con infamias.
Si faltara algún ingrediente, el tan anunciado “impeachment” o juicio político contra la Mandataria, impulsado por el titular de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha (del partido “aliado” del gobierno, el social - demócrata - derechista PMDB), ahora parece que avanza con luz verde y en las próximas horas, es muy probable que Dilma tenga que estructurar una defensa sólida si no quiere que la destituyan por esa vía.
En el otro andarivel, la “esperanza” del PT y de la propia Dilma, el ex presidente Lula da Silva no ha podido separarse del acoso, como hubiera deseado. Para impedirlo la derecha cuenta con el juez Sergio Moro, “investigador” del affaire de corruptela en Petrobras, que tiene a Lula en un ojo y a Dilma en el otro. Si por él fuera, ambos estarían presos, sin contar con la más mínima prueba, pero eso también es parte de los “golpes blandos” no tan blandos. Moro se parece más a un agente de algún Servicio de Inteligencia foráneo que a un imparcial magistrado decidido a impartir justicia (recuerda mucho al fallecido Fiscal argentino Nisman), y usando sus atribuciones de juez federal es el que ordenó semanas pasadas el virtual allanamiento de la casa de Lula por 200 policías paulistas, y lo hizo trasladar a su despacho.
Un colega suyo, Itagiba Catta Preta Neto, subió la apuesta y no dejó que Lula disfrutara por lo menos un día de su nombramiento como Jefe de Gabinete, suspendiendo ese mandato presidencial, acusando a Dilma de intentar obstruir la justicia. ¿Cual fue la excusa? Una escucha ilegal de una conversación entre la Presidenta y Lula. Más allá de que después de lo que le ocurriera a Dilma con el espionaje realizado tiempo atrás por EE. UU., debería haber tomado previsiones y no usar el teléfono como si fuera Facebook, es evidente que quien escuchó, filtró y armó la campaña aniquiladora, tiene olor, otra vez, a servicios de inteligencia foráneos.
Con semejante panorama, valen algunas reflexiones para estas horas inquietantes y peligrosas, en las que Estados Unidos y sus bufones locales intentan hacer una carambola perfecta, subiendo en poco más de dos meses, un par de nuevas estrellas a su emblemática bandera. Primero, Argentina con el obediente alumno Mauricio M. y en Brasil, con el que sea (hay varios candidatos en las línea de partida) o que mejor haya contribuido a un eventual derrocamiento del gobierno actual.
Antes que nada, reconocer que en las propias filas del gobierno, se coló con fuerza el discurso del enemigo. De qué otra manera hay que calificar a los planes de ajuste impulsados por el “Chicago boy” Joaquim Levy, designado contra la opinión de todos y cada uno de los votantes de izquierda a los que Dilma había acudido en la última elección para que la ayudaran “a frenar a la derecha”. Luego, reemplazó al neoliberal Levy por otro ídem, Nelson Barbosa, propinando un nuevo cachetazo en el rostro de los trabajadores, campesinos y estudiantes que exigían girar a la izquierda con prontitud para que no pase lo que está ocurriendo ahora. Apostar al sostenimiento del capitalismo con un discurso progre ya no va más, y es hora que estos mandatarios que aún quedan en el continente tomen nota. El capitalismo no es ni suave ni blando ni simpático, es salvaje y cuando tiene que sacarse de encima a quienes dicen sostenerlo con levedad, lo hace sin más miramientos.
La segunda gran anormalidad de este y otros gobiernos similares es la naturalización de la corrupción en filas propias. Que un funcionario destacado birle 6.000 millones de dólares, o que un tesorero del Partido esté entre rejas por embolsarse cifras mayores, no es una hazaña de la derecha, sino que simplemente se aprovecha de un flanco más que débil que la propia izquierda debería ser la primera en rechazar.
Si los partidos necesitan financiación, que sus dirigentes se expriman el cerebro para ver como lo logran, pero de ninguna manera puede tolerarse que en el campo popular se comente que tal o cual es corrupto y todo siga como si fuera una anécdota.
La tercera y muy grave falencia es que todos estos retrocesos provocan desencanto y desmovilización en las propias filas, y en ese sentido la derecha se lanzó a ganar la calle de manera masiva. Eso es muy peligroso, ya que una de las premisas fundamentales de quien se dicen de izquierda, no es merodear tanto por los cargos y las instituciones, sino estar a pie de calle, como muy bien lo ha planteado el MST de Brasil y todas las organizaciones que componen el Frente Brasil Popular. Ellos sí que no se equivocaron en los análisis, precisamente porque están en las bases, son las bases, y a la vez representan la única garantía de que este gobierno no caiga como pretenden los gringos.
Dicho esto, y frente al grave cuadro de situación actual, de nada sirve restregar las heridas producidas por las graves falencias de gobiernos “nuestros” que a veces no lo parecen tanto, sino que es necesario evitar que sean derrocados. Porque en su caída, como ocurriera con el caso argentino, arrastran al resto. Todo lo que viene después es más miseria y desocupación para los más humildes, es neoliberalismo extremo, o para ser más claros es Mauricio Macri multiplicado por 2 o por 3, ya que quien no conoce a la derecha brasileña no sabe lo que son capaces de generar. Algo parecido a lo que ocurriría en Venezuela si los escuálidos se hicieran con el gobierno, o en Cuba si se instalara la gusanera. Estados Unidos quiere quedarse con Brasil y su Amazonia, y si no se prenden todas las alarmas y se gana la calle como ya lo están haciendo miles de militantes populares (repudiando al golpismo derechista pero no olvidándose del ajuste actual), de nada servirá quejarse posteriormente.
A pesar de todo lo denunciado, no es lo mismo un gobierno plagado de limitaciones ideológicas, que en vez de mimar al capital debería abrazarse con los que luchan contra él y quieren el socialismo, que un gobierno fascistoide, amigo de la Alianza del Pacífico, los tratados de libre comercio que producen más dependencia, y una política exterior de relaciones carnales con EE. UU., que condene a Venezuela, a Cuba y al resto de los países del ALBA. No son lo mismo, y por eso no hay que tener dudas en apoyar a las organizaciones sociales y populares que ahora mismo están dispuestos a convertirse en un muro para que el fascismo no se apodere de Brasil.
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