Por Silvana Melo
(APe).- Cinco años después de que Luciano Arruga cayera en el limbo desesperante de los desaparecidos, la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal ordenó su búsqueda.
La Justicia es una torre marfilada que toca el cielo. Tan lejos de los confinados al ras de la tierra, sin rostro ni nombre.
Pero a veces dispara símbolos. Marquesinas solitarias para que el poder se sacuda un instante. El habeas corpus por Luciano había sido rechazado sistemáticamente (y sistémicamente). Hasta que la Sala IV lo hizo rodar. El recurso exige tener el cuerpo. El Estado, en una de sus múltiples representaciones, lo extirpó de su espacio, de su casa del barrio 12 de Octubre, de su madre sobreviviente, de la cumbia colombiana, de su trozo de pasto de la cancha de River, de la vida chiquita que soñaba vivir. Lo recortó de su escenario, lo robó como a la pieza de un rompecabezas que quedará asimétrico para siempre. Le quitó su cuerpo. A él y a su familia. Lo dejó desnudo, flotando en los afiches, en las fotos familiares, en los ojos de Vanesa Orieta, en las manos de Mónica Alegre. Sin cuerpo. Sin presente. Sin justicia que investigue, sin nadie que lo busque, sin policías procesados, sin asesinos condenados, sin poder político que lo haga propio, un desaparecido de los tiempos éstos, un martirio niño por decir que no, un retazo de dignidad temeraria en un pibe condenado desde el vamos por el confín y la fuerza pública.
El habeas corpus exige tener el cuerpo. Que la autoridad pública que lo arrebató aparezca con el cuerpo de Luciano en los brazos. Y le deposite en los santuarios de todos los barrios, en los cordones de todas las esquinas, en las casas rojas del Gauchito Gil, en las banderas de los que piden justicia, en la rabia de los ajusticiados.
El fallo le ordena al Estado “investigar la causa y condiciones de la desaparición del menor Luciano Nahuel Arruga, debiendo informar a sus familiares, quienes gozan del derecho a saber”. Y lo que se sabe es el antes. La persecución a Luciano. Las dos detenciones y las torturas de julio y setiembre de 2008. La invitación a robar para el ex destacamento policial de Loma del Mirador, con “arma y garantías”. La dignidad insolente del no. Y la desaparición sin rastros. El cuerpo ausente y el terror de la incertidumbre. El no saber y la ausencia, como una espada pendiente, como una serpiente al cuello.
El cuerpo de Luciano Arruga se esfumó el 31 de diciembre de 2009 en el ex destacamento. Abierto un par de años antes por pedido de los vecinos que no toleraban la inseguridad. Y que selló la suerte de un pibe de 17 años víctima de los protegedores de los vecinos que no toleraban la inseguridad.
La fiscalía que le dio la investigación a la policía en los primeros días de la desaparición está indemne. Los ocho policías que tuvieron el cuerpo no fueron investigados ni interrogados. Apenas salieron de la fuerza, como para correrse de la vidriera. Ni un sumario.
Y el cuerpo no está.
Luciano es un símbolo en las plazas de los barrios. Una figura en las banderas. Una silueta en la tormenta. Un estigma en la frente del poder.
Solo, sin cuerpo, desaparecido.
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