Por Silvana Melo
(APe).- A ocho años de que se lo haya tragado la tierra o las fauces insaciables de los dinosaurios, López sigue desapareciendo. Se cumple puntillosamente con el ritual anual de cada setiembre: la foto, el recuerdo, la marcha. Pero la justicia no se despereza ni se despierta. Las instituciones ejercen su complicidad por silencio o por olvido. En el mejor de los casos. Las fuerzas con armas siembran nuevas pistas todos los años para alejar de sus botas, lo más definitivamente posible, al fantasma del desaparecido. Los indicios avanzan, giran, retroceden y vuelven al lugar de origen. Es decir: a la hora anual de abrir los ojos en el expediente para acallar el discurso anual del aniversario, la nueva pista anual es un bumerán que golpea la puerta del entorno de López. Ya sea las intenciones de los genocidas. Limpieza anual.
A ocho años de su segunda desaparición, Jorge Julio López sigue desapareciendo cotidianamente. Aunque sostenga, cada 18 de setiembre, la posibilidad de asomarse a un mundo que ya le fue vedado, en un recuerdo anual que se minimiza con el tiempo, en una marcha anual que languidece. 85 años tendría López hoy si apareciera. Los mismos 85 años de Miguel Etchecolatz. Sería viejito, tanto como sus propios verdugos. O más.
A ocho años de esfumarse en el aire, como Miguel Bru, Luciano Arruga y tantos otros, no hay ningún imputado, ningún procesado, ningún detenido. Es que la justicia está llegando tarde. Pierde los bondis, los subtes, los trenes. Treinta años debió esperar él para que se juzgara a los responsables de su primera desaparición. Treinta años para ver a Miguel Etchecolatz sentado ante el Tribunal, con los ojos encendidos, el crucifijo en las manos y la amenaza a flor de labios. Treinta años para la primera condena por genocidio. La parsimonia de la Justicia se lleva la vida tantas veces. La de tantos cuerpos sometidos al suplicio. La de López, levantada en alguna calle, como en los tiempos rojos. La de los monstruos, que envejecen, enferman, son motivo de piedad, mueren. Y a veces se desdibuja una perpetua que suena banal porque morirán en meses. O en un año.
A ocho años de la red de impunidad que se tejió desde algunas instituciones para sanear el prontuario de la bonaerense y ocultar que Etchecolatz, desde Marcos Paz, podría manejar a un grupo de tareas que le responde. La policía de Camps fue apenas maquillada de democracia en estas décadas. Pero en el cuarto de atrás sigue solapando sus métodos, sus estrategias, sus herramientas: la connivencia, la tortura, la desaparición.
A ocho años de la jornada de alegatos en el juicio a Miguel Etchecolatz a la que López nunca llegó, a ocho años de que se perdiera tiempo irreparable en considerar que tenía alzheimer y se perdió, que sufría del corazón y se infartó. A ocho años de considerar que “vivía en un barrio de policías y tenía un hijo policía y no era un desaparecido como los nuestros”, según la triste acusación de Hebe; o que su ausencia fue una operación contra el gobierno, López no apareció. Ni él ni sus huesitos en la tierra, ni su campera polar borravino, ni su pelo ya escaso pero frizado y cano, ni su dedo de albañil deformado por la artrosis. A ocho años la investigación que nunca tocó al raterío de Marcos Paz ni a los bolsones corruptos de la bonaerense decidió un viraje que volvió al entorno de López. Que como desaparecido, testigo clave, albañil y viejo es incómodo. Y revulsivo. Entonces lo más sensato es minar su credibilidad, como se intentó desde el principio. Aun cuando en 2008 se cambió la carátula de la causa: de “averiguación de paradero” a “desaparición forzada”.
Tres jueces, varios fiscales, innumerables testigos (muchos de ellos falsos) desfilaron ante la ausencia de López durante ocho años.
El, que es López, apenas. Un albañil desaparecido por la dictadura. Un trabajador aparecido. Un apenas López vuelto a desaparecer. Una y mil veces durante ocho años.
Una ausencia de 85 años que interpela al sistema. Apenas López y todo lo que significa.
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