Por Claudia Rafael
(APe).- “¿No es hora de cerrar las fronteras?”. La frase, letal, cargada de gravedad, es compañera indisoluble de la historia misma de la humanidad. Un millar de contagios de ébola por semana. Un pico que llegará de 5.000 a 10.000 hacia diciembre. Más de 9.000 infectados. Unos 4.500 los muertos, escupen los diarios. Una cifra tras otra que inunda las pantallas mientras la peste avanza y busca culpables. Siempre se buscan víctimas propiciatorias… sobre el cuerpo de los desgraciados se reflejaría la podredumbre de las almas (de los enfermos), escribió el historiador Georges Duby. Cerremos las fronteras, se escucha en Brasil o en Dallas.
El mal debe permanecer acorazado entre los confines mismos de la negritud. Donde se suele buscar el germen del miedo acuciante y de la mortandad. Donde quienes mueren, a los ojos del mundo civilizadamente blanco y capitalista, mueren en su ley.
Cada peste ha tenido, a lo largo de la historia, una raíz religiosamente anclada en el castigo. Los latigazos sobre las espaldas de la negritud o de la pobreza extrema marcarán el límite férreo. No vendrás a mí. Volverás a tu tierra, de la que nunca deberías haber salido.
“Con el conocimiento adquirido a través de siglos de terror y de mortandad, hoy los pasos son más acelerados, pero las reacciones son las mismas, como lo ilustra el sida, que recuerda a todas las pestes: la muerte al azar (cólera), el temor y el rechazo (el perro rabioso), la segregación y la muerte en vida (lepra), el castigo a la vida licenciosa (la sífilis), la muerte inevitable, lenta y contagiosa (tuberculosis)”, escribe Walter Ledermann.
La humanidad se ha volcado con un fervor sistémico a las prácticas selectivas. Con un abanico digno de manuales genocidas, basta recorrer la historia misma de las conquistas y las opresiones.
Un texto bizantino aconsejaba “si llega un extranjero a tu ciudad, si se llevan bien, no te confíes, al contrario… es el momento en que hay que vigilar”. La idea de que el mal siempre deberá provenir del otro desconocido, ha sido una máxima consagrada de la humanidad. Hacia el siglo XIV la peste negra, que eliminó entre un tercio y la mitad del mundo europeo, tuvo a los ojos de la época un único culpable: el pueblo judío. El mismo que había matado a Cristo, se volvía a ensañar con el mundo cristiano envenenando las aguas. En una suerte de nazismo germinal cientos de judíos fueron degollados, quemados, descuartizados. En Estrasburgo llegaron a arder en las hogueras casi dos millares.
Se sació la sed de venganza por un lado, pero también -plantea Duby- “la epidemia provocó un auge generalizado del nivel de vida”: muchos menos para repartirse las fortunas y se alivió a Europa del exceso de población.
Es extraño. Pero la humanidad ha ganado en previsibilidad. En el medioevo, encerraba a los leprosos del mismo modo en que Le Pen, en Francia, o Umberto Bossi, en Italia, proponían encerrar a los enfermos de sida.
Los enfermos irradiaban el mal, decían ante lo inexplicable. Se instaló la idea del mal aire. Con lo cual, la sola presencia del enfermo contagia. Y el mundo se dividió una y mil veces a través de la férrea y tajante línea de la inequidad. La fiebre amarilla devoró de a miles a los desarrapados de estas tierras. “Los negros habitaban los barrios de mayor pobreza, que deben trasmitir como legado, incluso como acto de fe. Cuando la fiebre amarilla azotó Buenos Aires en 1871 -en medio del horror generalizado por la epidemia- el ejército rodeó los arrabales y no les permitió la migración hacia la zona que los blancos establecieron en el Barrio Norte para escapar de la peste. Los negros tributaron miles de muertos, acorralados por la epidemia y los fusiles” (Los negros, Alberto Morlachetti).
Hacia mediados del siglo XVIII la resistencia de los indios delaware, en lo que hoy es Estados Unidos, fue convenientemente resuelta por el general Jeffrey Amherst. Haríais bien en intentar infectar a los indios con mantas o por cualquier otro método tendiente a extirpar a esta raza execrable, se lee en las misivas que intercambió Amherst con su segundo, Henri Bouquet. La epidemia de viruela terminaría lo que las armas habían comenzado. El diario del general hablaría de alrededor de 100.000 víctimas de la peste.
No existe ya el asombro ante ciertas similitudes. Apenas cuatro años atrás, a media tarde del 12 de enero de 2010, un terremoto de 7 grados destrozó Haití. Recién un año después se supo que murieron allí 316.000 personas, 350.000 resultaron heridas y más de 1,5 millones de personas se quedaron sin hogar. Las prácticas humanitarias suelen aportar sus cuotas de perversión: una epidemia de cólera culminó el trabajo iniciado por los sacudones mismos de la tierra cuando un batallón de cascos azules de Naciones Unidas se instaló en la pequeña ciudad de Mirebalais. Una investigación médica francesa determinó que la infección se propagó a través del río Meille en donde los militares deponían su materia fecal.
Hay que cerrar las fronteras, vocean fronteras afuera de Africa.
Hace escasos días se viralizó la fotografía de Saah Exco, un niño de diez años muerto de ébola en una calle de Monrovia, la capital de Liberia. La peste se está devorando a los niños pero sobre todo a sus padres. Las estadísticas de Unicef hablan de al menos 3.700 niños de Guinea Conakry, Liberia y Sierra Leona que perdieron a uno o a los dos padres por el virus.
Margaret Chan, directora general de la Organización Mundial de la Salud, fue muy clara: “El ébola surgió hace casi 40 años. ¿Por qué los médicos siguen con las manos vacías, sin vacunas y no tiene cura? Debido a que ha estado, históricamente, limitado geográficamente a naciones africanas pobres”. Porque -agregó en su discurso de apertura del Comité Regional para el Pacífico Occidental, en Filipinas- “una industria con ánimo de lucro no invierte en productos para los mercados que no pueden pagarlos”.
La peste había quitado a todos la posibilidad de amar e incluso de amistad, pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes, escribió Albert Camus.
El ébola está terminando la tarea. Como antes la viruela. 4.500 muertos que se suman a los 3.072 inmigrantes africanos que murieron entre diciembre de 2013 y septiembre de 2014 mientras pugnaban por cruzar el Mar Meditarráneo para tocar con sus manos la tierra prometida.
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