Vicepresidente Díaz - Canel embandera a delegación preolímpica
Foto: Cuba.cu
Por Luis Toledo Sande
Quizás la primera respuesta que suscite la pregunta del título sea un No rotundo, mientras le lloverían impugnaciones a quien sostuviera lo contrario. Pero, si bien tiene características específicas como parte que es de la cultura en general, el deporte requiere juicios tan complejos como cualquier otra vertiente de la obra de los seres humanos.
En la antigüedad griega, fuente de la romana, y de mucho de lo que hoy ocurre y se piensa en las parcelas occidentales u occidentalizadas del mundo, el concepto de política surgió como derivación de la polis, o comunidad ciudadana agrupada en cada ciudad estado, en cuyo servicio, condicionamientos clasistas mediante, se enrumbaban praxis y pensamiento. Lo que llamamos deporte era un recurso para tener mente sana en cuerpo sano; y buena preparación al contender -no solo en lides deportivas, sino igualmente en guerras- contra otros territorios, o contra fuerzas internas opuestas a los intereses dominantes.
Con las debidas salvedades, algo similar cabe decir con respecto a las culturas del Oriente, que le han aportado al planeta las no por azar llamadas artes marciales. En este sintagma la noción de artes se funde con lo político: con lo “perteneciente o relativo a la guerra, la milicia o los militares”. Esa es la primera acepción reconocida al adjetivo marcial por la Real Academia Española, que la vincula con los otros significados del vocablo. ¿Pensará alguien que con ello la mencionada institución lingüística incurre en extremismo?
Practicar ejercicios físicos y deportes contribuye a fomentar la salud y virtudes como la disciplina, y competencias deportivas se han usado para cultivar la paz y las buenas relaciones entre pueblos. Pero sería erróneo suponer iguales los fines con que personas, países, fuerzas políticas diferentes procuren mostrar superioridad deportiva, y -para no perder la percepción histórica- tampoco se debe olvidar la herencia infusa en deportes como el boxeo y otros en los cuales no se busca precisamente cuidar al contrincante.
Distintas mediaciones intervienen cuando se piensa sobre tal realidad, máxime donde los deportes han dado gloria a personas que, al exhibir sus habilidades, a menudo para revertir pobreza y hambre, han representado la tenacidad de un pueblo y, en determinadas circunstancias, directa o indirectamente han defendido un modelo político. Así han surgido grandes estrellas, y, úsese no se use el anglicismo -tema para una meditación que llevaría por caminos intrincados-, kides de antaño y de hoy habrá para ilustrar lo afirmado.
Comentario aparte requieren los espectáculos cuyos promotores medran convirtiendo el deporte en hechos de violencia y crueldad. El carácter inhumano de tales prácticas no mengua porque los contrincantes actúen voluntariamente, y hasta puedan enriquecerse, quizás no tanto como quienes manejan el negocio para lucrar con él. Habrá incluso públicos que aplaudan hasta el delirio. Nada de eso borra el hecho de que, quienquiera que lo haya dicho, y aunque a nadie se le hubiera ocurrido decirlo, la política está en la economía, y viceversa, como los gases hidrógeno y oxígeno en todos los estados físicos del agua.
Orientada desde la raíz por las fuerzas dominantes en ella, cada sociedad ve en el deporte uno de los índices para mostrar su eficiencia. En ese terreno la particularidad de la Cuba revolucionaria ha estribado en el modelo colectivista que se propuso construir de 1959 para acá, y que aún hoy hace de ella una honrosa anomalía sistémica en el planeta. Habrá quien le haya recriminado la voluntad de verse representada por los frutos de su movimiento deportivo, entre otros asociables con él, como la educación y la salud.
Tal vez -tema sobre el cual carece de información el articulista- si a un gran refundador como Jesús le hubieran interesado los deportes, habría estimulado su práctica para que los predicadores de su fe, y en general quienes la abrazaran, estuviesen mejor preparados para defenderla, con los ideales justicieros que ella tenía y conserva de sus orígenes. El problema no sería ese uso del deporte, sino que dichos ideales no han triunfado, realidad por la cual no habrá que culpar al mesías, sino a al mundo, a las circunstancias.
Nadie escatimará méritos a quienes en la Cuba neocolonial se hicieron médicos vendiendo periódicos o café, o con cualquier otro modo de esfuerzo personal. Tampoco se negará el valor de quienes, a base de tesón, emergiendo de un medio familiar humilde, llegaron a ser boxeadores estelares, ni de quienes alcanzaron el éxito como cantantes a partir de haber recogido centavos, o pesos, mientras actuaban en bares, fueran estos de mala muerte o célebres. Y no hay por qué cuestionar la grandeza de un ajedrecista o de un esgrimista porque en su base de partida tuvieran las facilidades de un hogar pudiente.
Ningún hecho autoriza a desconocer la concentración de afanes justicieros en la Revolución Cubana, que creó a la generalidad de la población condiciones para brillar de acuerdo con sus aptitudes y sus actitudes. Eso explica un movimiento deportivo que, empezando por la masividad -gran reto será mantenerla como base y fuente de los triunfos más visibles-, dio paso a la proliferación de estrellas cuyo orgullo era representar al pueblo, no enriquecerse. No era ni es cuestión de ciega gratitud, sino aprecio de cuán alto y lejos podía llegarse en hombros de un modelo no hecho para crear millonarios, sino para favorecer el desarrollo deportivo con probada profesionalidad pero sin la dimensión rentada.
De ahí los numerosos atletas que rechazaron el ofrecimiento de grandes sumas y prefirieron ser fieles a un proyecto basado en el empleo de los frutos del trabajo al servicio de la colectividad, no solo en el deporte. Y a ello se debe el gusto con que deportistas relevantes, de nivel mundial incluso, dedicaban sus triunfos a la Revolución y a sus dirigentes, y al pueblo en general. No era raro oír a un gran pelotero declarar que jugaba béisbol porque así respondía al llamamiento hecho por la dirección revolucionaria, y que le gustaba batear jonrones “porque los fiñes los disfrutaban”.
Tales eran las mayores aspiraciones para quienes practicaban lo que un colega llamó “la pelota ideológica”, contraponiéndola al deporte rentado característico de otros lares del mundo, y de la propia Cuba antes de 1959, y que, asociado al éxito individual, hoy parece presentarse como único posible. Cuando hace unos años la federación correspondiente autorizó la inclusión de peloteros rentados en competencias en las cuales hasta entonces solo se admitían equipos aficionados, hubo quien dijo: “Eso va contra Cuba”, y no faltó quien le respondiera: “Ya saltó la paranoia de la plaza sitiada”. No parece que la vida haya dejado sin fundamento a quienes de distintos modos hicieran aquella advertencia.
Así como ni Jesús ni sus seguidores leales han hallado en más de veinte siglos el entorno propicio para el triunfo de sus ideales, a Cuba se le han atravesado en el camino severos obstáculos contra su proyecto de colectivismo y justicia, asociado a un modelo político y social con menos de un siglo de currículo, si de intento de aplicación práctica se trata, pues aún no ha triunfado plenamente en parte alguna. En una crisis planetaria multilateral, no solo económica, los hechos apuntan a la inviabilidad de mantener en su pureza el camino escogido por el país para el deporte, y para la vida de la población en general. Cada vez son más los deportistas que desean medirse en competencias que les acarrean crecientes sumas de dinero, de las cuales en el orbe se derivan grandes ganancias, sobre todo, para “dueños” de equipos, entrenadores, técnicos… ¡ y quién sabe para cuántos intermediarios más !
Con palabras que darían para un tratado -aunque no lo hizo ante micrófonos ni por escrito-, recientemente un comentarista deportivo expresó acerca de un pelotero en particular: “Vale cien millones de dólares”. ¿Medir en dinero el valor de un ser humano? Sumas como esa, ¿están de veras en proporción directa con la utilidad social del desempeño de un deportista en los estadios, o responden a su uso en función de ingentes negocios de espectáculos y publicidad? Mencionar solamente los manejos “limpios” no basta para olvidar lo que pueda haber de otros, como el tráfico de influencia política -léase sobornos-, y no hay por qué descartar el lavado de dinero.
Funciona, además, otra dimensión ideológica y políticamente aviesa de esa realidad: fabricar héroes del béisbol, del fútbol, del baloncesto, del boxeo, de cuantos deportes sirvan para generar espectáculos que, como otros, atraigan multitudes, y les embote el pensamiento. Así, junto con la publicidad comercial directa se despliega una propaganda de efectos no menos rentables que el negocio mismo para la empresa capitalista. De manera implícita o explícita, esa propaganda viene a proponer algo similar a lo sustentado en un célebre lema yanqui: “Usted también puede ser presidente de los Estados Unidos”.
Si en un siglo ese país tendrá alrededor de veinticinco presidentes, los futbolistas de los diez o doce equipos más famosos y mejor costeados del mundo sumarán escasos centenares de integrantes. En los mismos países donde el fútbol prospera y hasta se usa como opio, hay jugadores que cobran poco o nada, porque real o supuestamente sus equipos carecen de fondos. El darwinismo social -que no es responsabilidad del sabio británico, sino de los pragmáticos ideólogos de la inequidad- avalará como paradigma el éxito de unos pocos; pero ¿qué y cuánto aporta en beneficio de las mayorías necesitadas de justicia?
También en los deportes pedirle a Cuba que se vuelva un “país normal” supone exigirle que se actualice con esas normas. Tendrá que vérselas seriamente con la realidad para encauzar la participación de sus atletas en tales ámbitos y favorecer que se enriquezcan, sin someterse ella a la misma corrosión que causa sonados estragos en organizaciones deportivas internacionales. Se abre otro frente en que el país deberá batirse en la lucha contra la corrupción interna en marcha, y contra la que aún pudiera llegarle, o nacerle.
El camino no estará precisamente en prohibir, y acaso la nación se beneficie con la participación de sus deportistas en ligas rentadas. Pero también en el deporte habrá que aguzar todos los sentidos -¡ prensa incluida !- y conjugar lo posible y lo deseado, lo inevitable y las aspiraciones más dignas, para que lo ineludible de hoy no cierre los caminos del futuro al modelo de organización y justicia superiores que se ha intentado edificar. Por respeto a los afanes de construcción socialista que tanto sudor y tanta sangre han costado, es un deber ineludible velar para que valga de veras la pena alcanzar una economía próspera y sustentable, que poco bien nos haría si terminara inmersa en la misma realidad contra la cual se ha luchado durante más de medio siglo, por lo menos.
Las actuales circunstancias condicionan de modo relevante un terreno donde urge que el debate ideológico se desarrolle con soltura como fuente de luz activa, fértil, para que el país recorra con acierto los lineamientos que se ha trazado. La meta es aún más compleja, y también más tentadora, porque se trata de alcanzarla sin sucumbir a dogmatismos sectarios como los que hoy parece fácil reconocer que prosperaron, sobre todo, en los primeros años de la década de 1971 - 1980, identificados como quinquenio gris.
Aunque el papel de la necesaria voluntad se respete como es debido, ciertamente el deporte no puede vivir a espaldas de la economía, cuya observancia tampoco debe conducir al economicismo. En el mundo de hoy, sin un campo socialista que, cualesquiera que hayan sido sus deficiencias -menudas no fueron, puesto que dieron al traste con él-, le proporcionaba a Cuba una colaboración económica determinada, ¿cómo esperar que este país mantuviera el mismo alto ritmo que llegó a tener en la arena deportiva internacional?
Cuando -era 1992, en marcha hacia lo más deprimido de lo que se llamó período especial- Cuba ganó el quinto puesto en los Juegos Olímpicos de Barcelona, un padre, emocionado hasta preocuparse con ese gran logro, expresó: “Pero ¿qué vamos a hacer a partir de ahora?”, y la mayor de sus hijas, que entonces no había cumplido diez años, le preguntó sorprendida: “¿Es malo que tengamos ese lugar?” En busca de una explicación comprensible, él le respondió: “Es muy bueno; pero imaginemos que en casa, con el acuerdo de toda la familia, nos diera por algo tan noble y bonito como criar peces de colores, dedicáramos a eso la mayor parte de nuestros recursos y, además, quisiéramos ser los más exitosos criadores en el barrio, y después en el municipio, y en la provincia, y en el país… Por ese camino puede llegar el momento en que nos falte el modo de mantener la casa y tendríamos que comernos los peces”.
Como respuesta a una niña habría sido desmesurado añadir que la familia es una forma o un pedazo de la polis, y administrar la casa para que sus integrantes alcancen la más alta y más digna felicidad posible es también, a ese nivel, un hecho político.
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