Por Claudia Rafael
(APe).- Las muertes de niños se cuentan como semillas de destrucción. El 16 de junio de 2015 J.P. -iniciales a las que fue reducida su existencia (en una extraña conjunción de fecha y pertenencia partidaria para un pibe de los márgenes)- cesó su paso por una vida de 17 años, en el encierro del Almafuerte. Ahorcado, como 18 días después ocurriría con M.G., a sus 16, en el Pablo Nogués, de Malvinas Argentinas. Quemado y ahogado con monóxido de carbono, como el chico que murió el 24 de julio en el Manuel Rocca, de capital, en un incendio que dejó malheridos a tres de sus compañeros (uno, por quemaduras y aspiración de monóxido; otro, por las terribles fracturas tras saltar de un paredón de más de ocho metros y el tercero, con lesiones menores).
Todo hombre en el final minuto de su invierno piensa en algo lejano cuando muere. Y la muerte es el último país que el niño inventa, escribía Tuñón. En qué habrán pensado en el instante final los pibes excedentes que están del otro lado de la reja, como decía Paco Urondo.
Hay, en toda la provincia de Buenos Aires, 635 chicos institucionalizados por conflictos con la ley penal. Que constituyen el 22 por ciento de los chicos procesados. El 78 por ciento restante cumple medidas privativas en sus propios domicilios. Del total de 635, hay un 74 por ciento (469 chicos) que están en dispositivos privativos de la libertad (institutos) y otros 166 que están en centros de contención residencial o medidas de semilibertad.
Hace escasos tres años, eran -en lugar de los 635 actuales- entre 475 y 500 (Ver La infancia excedente, en esta misma agencia). Con un incremento que viene de la mano de la respuesta securitaria tras procesos de presión mediática y social por mayor seguridad. Hay además, unos 9500 chicos bajo medidas de protección por sus derechos vulnerados: el 51 por ciento, resguardado en ámbitos de la familia y un 49 por ciento, en distintas instituciones.
Ni J.P. ni M.G. habían sido objeto de intervenciones para la promoción de derechos desde el Estado. Al menos, no hay registros informatizados de algún tipo de intervención. J.P. cumpliría 18 años en septiembre. Era de Quilmes y su historia había sido atravesada por escándalos mediáticos que funcionaron como un gran ejercicio de presión hacia las instancias judiciales de decisión. De su paso por el oscuro universo de las rejas y el encierro, quedó una carta para su papá pidiendo perdón. Quién sabe por qué cuestiones se pide perdón cuando la vida se viste de tragedia y sólo hay dolor y angustia. Alguna vez -o quizás nunca- se podrá saber qué ocurrió con J.P. durante esos instantes del final. Según publica Andaragencia, de la Comisión Provincial por la Memoria, “los jóvenes detenidos comentaron que el día anterior había tenido un altercado con un compañero y, por tal motivo, los custodios lo habían encerrado en su celda. Su familia, que lo visitaba asiduamente, fue puesta en conocimiento del hecho 6 horas después y tiene dudas sobre el suicidio. La investigación se tramita ante la UFI N° 11 de La Plata”.
De M.G., en tanto, quedó otra carta. Para su mamá. Reclamos desoídos. Vida estragada por la soledad. Un delito contra la propiedad que apenas tenía un antecedente sin gran importancia. Sus 16 años eran de enorme desamparo.
Hoy hay investigaciones penales sobre sus muertes. Estaban los dos bajo las alas represivas del Estado. Invisibilizados. Desguarnecidos. Olvidados. Con finales que no destellan gestualidades de alarma y de indignación. Por el contrario, son sus muertes el último país que les dejaron inventar, en la soledad, en la oscuridad de la desmemoria, en el frío desabrigo de quienes cargan con la mochila de constituir ejércitos de excedentes.
Sus pares del Manuel Rocca, de capital, llegaron a la muerte y a sus bordes tras un intento vano de supremacía. La libertad es real aunque no se sabe bien si pertenece al mundo de los vivos, al mundo de los muertos, al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia, escribió el gran Paco. El Rocca -en avenida Segurola al 1700- llegó a tener 200 pibes que hoy son alrededor de 50.
El primer episodio -que en los vericuetos de la institucionalidad nadie registró como grave- se produjo el 22 de julio. Un incendio que no pasó a mayores que dejó la toxicidad en los colchones que perdieron, además, su calidad de ignífugos. Dos días después, una nueva arremetida. Un chico murió. Otro, está hospitalizado en grave estado. Un tercero, en el medio de la confusión y del conflicto intentó huir saltando de los murallones de ese instituto ubicado en el barrio de Floresta, de unos 8 metros de altura, y tiene múltiples fracturas. El cuarto, tiene lesiones leves.
Hace poco tiempo fueron desplazados guardias de seguridad del Rocca (que tiene chicos de 16 y 17 años bajo encierro) cuyos reemplazos tenían un perfil absolutamente contrapuesto. En este contexto se produjeron los incendios y se habría permitido el ingreso al lugar de policías federales.
Hay un principio de confinamiento estructural que atraviesa a las políticas institucionalizadoras de la infancia caracterizada como sobrante. Con jóvenes que llegan a esas instancias jugados en sus vidas, con marcas profundas que se ahondan aún más en contextos en los que -como decía Agamben sobre Auschwitz- no se muere sino que se producen cadáveres. La muerte es otra cosa. Es otra instancia que constituye el momento final de la vida. Que se contrapone, justamente, con la vida.
En las instituciones de encierro se suelen producir cadáveres con una pertinacia tal que refleja la real importancia que ciertas vidas representan para el imaginario colectivo. Porque son cuerpos no llorados por la sociedad. Cuerpos que requieren y demandan una imprescindible invisibilización que se construye desde lo social, se fortalece desde los efectores de institucionalidad y se refuerza desde los medios. Aquello que no se ve, no existe. Y no se ve esa vida ni tampoco esa muerte. No hay danza de dolor y llanto por esos chicos nacidos por las vueltas del azar en otro tipo de cárceles sin cielo ni paredes, sin rejas ni mecanismos de alarma.
Chicos por los que no hay ni habrá rituales de duelo porque son muertes que no se anuncian ni se sufren. Porque, en definitiva, son el final de esas vidas absolutamente desnudas como fuerza biológica. Son el descarte. El excedente. La nuda vida depositada en esos espacios de confinamiento en donde se terminan de amasar sus cuerpos y sus mentes en absoluta soledad.
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