El presente griego (Razón y Revolución) Por el Dr. Eduardo Sartelli (Director del CEICS) Un balance de la herencia kirchnerista, que pretende ser, además, una síntesis de los p...

El presente griego (Razón y Revolución)

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eduardo sartelli

Por el Dr. Eduardo Sartelli (Director del CEICS)

Un balance de la herencia kirchnerista, que pretende ser, además, una síntesis de los problemas nacionales. A lo largo de varias notas, haremos un repaso de las características salientes del país que recibirá el próximo gobierno y, por ende, de las tareas que tienen planteadas quienes pretenden luchar contra lo que se viene.

En las próximas elecciones los argentinos deben elegir presidente en un contexto muy parecido al que signó el fin del gobierno de Menem y el inicio de la Alianza, sólo que esta vez el tránsito será al revés: de un gobierno “neoliberal” que daba paso a uno que se suponía al menos pondría límites a ese curso, a un gobierno “heterodoxo” de “izquierda”, que dará lugar, cualquiera sea el que gane (salvo un improbable milagro de Margarita Stolbizer), a un revival noventista. Veremos luego qué significa esto en la realidad. Veamos primero cuál es la herencia que recibirá Macri (o Scioli, seguramente no Massa).

Las veinte sombras de Cristina

Un simple repaso de las evaluaciones sobre el “patrimonio” económico que heredará el sucesor del kirchnerismo, deja un listado consensuado de los mismos elementos:

- La falta de “reglas claras” que desalientan inversión.

- Inflación alta (y reprimida).

- Atraso cambiario.

- Déficit fiscal.

- Fin del modelo de expansión basado en el consumo.

- Inversión productiva en retroceso.

- Atraso tarifario.

- Distorsión de precios relativos por subsidios.

- Desorganización de ramas productivas enteras (retenciones, cupos de exportación e importación, etc.).

- Imposibilidad de acceso al mercado mundial de capitales.

- Crisis energética.

- Escasez de reservas.

- Economías regionales en recesión.

- Grave déficit de infraestructura (electricidad, telefonía móvil, etc.).

- Caída de la inversión extranjera directa.

- Pasivos “contingentes” (juicios en el Ciadi, deuda con Club de París, holdouts+me too, más demandas de jubilados y pensionados por mala liquidación de haberes, un total de 40.000 millones U$S de obligaciones).

- Falta de ajuste por inflación en balances.

- Caída de actividad industrial por 21 meses consecutivos.

- Dependencia de la economía china.

- Expansión desmedida del empleo estatal. (1)

Entre lo poco que se le reconoce al “modelo” está el “bajo nivel de endeudamiento”, refiriéndose, sobre todo, a la deuda nominada en dólares. Todos coinciden en que la deuda total aumentó, pero cuentan con la posibilidad de licuar las obligaciones en pesos. Es decir, de estafar a jubilados, pensionados y otros pobres infelices.

También es un elemento bastante común la propuesta, al menos de cara a las elecciones, sobre la “gradualidad” de las reformas necesarias para reencauzar la economía. Buena parte de ese consenso es falso, porque nadie quiere hablar de una política de shock, habida cuenta de los recuerdos siempre presentes del Rodrigazo, pero resulta evidente que varias de las tareas “urgentes” requieren de una acción rápida.
Por eso, sólo algunos economistas, convenientemente alejados de los candidatos expectantes, se animan a señalar que los primeros pasos deben ser la suba de tarifas y el ajuste de gasto público, en el marco de un proceso de estabilización inflacionaria. Con ello se espera reducir la presión fiscal sobre el agro y los salarios. Es obvio que restablecer paridad cambiaria es la piedra de toque de todo el edificio, en tanto abarata los costos internos en términos internacionales, permite la afluencia de divisas, recupera la industria por la vía de destrabar las importaciones, protege la producción interna en tanto que encarece las importaciones, mejora las finanzas del Estado en tanto la recuperación económica significa más recaudación, etc., etc.

Es cierto que tiene “contraindicaciones”: en la medida en que aumenta el costo de importar, aumentan los precios de ciertos productos que utilizan insumos importados, como los automóviles, por lo cual continuaría paralizada parte de la industria; hace más gravoso el peso de la deuda externa; presiona sobre los precios internos que, en el contexto de una capacidad instalada en uso relativamente alta, tenderán a subir rápidamente.

El problema es, como señaló alguno de ellos, “cómo sincerar todo” sin que explote la crisis social (shock) o resulte finalmente inoperante (gradualismo) y termine escapándose de las manos del gobierno. En el fondo, el problema es político, como explicó Miguel Bein: “desarmar de una vez dicho esquema de subsidios resulta políticamente inviable, dados los costos en términos de salto inflacionario, pero en algún momento habrá que continuar la tarea trunca que empezó el gobierno actual”. (2)

De hecho, muchos preferirían que el ajuste lo haga la realidad, violentamente:

“La Argentina de 2003 no empezó a crecer por la ' heterodoxia estatista '. La Argentina retomó el crecimiento porque hizo un violento ajuste de shock en 2002, combinando default, licuación de deudas privadas vía la pesificación asimétrica, y un tipo de cambio que se multiplicó casi por 4. Es decir, primero vino el ajuste, después el crecimiento. Ayudado por condiciones externas muy favorables. Insisto, aunque hoy la mala memoria y el marketing político nos quieran vender otra cosa, la dolorosa solución a la crisis económica argentina fue el ajuste salvaje de shock del primer semestre de 2002, en medio de una desintegración de la política y la ausencia de un programa integral.” (3)

Siguiendo esa línea, economistas como Carlos Melconian recomendaban no “apretar” a Cristina, de modo que la crisis le estallase a ella, facilitando la tarea del próximo gobierno. Toda la política económica de la actual administración se ha concentrado, simétricamente, en conseguir el resultado inverso. De allí que se haya popularizado la imagen de la herencia K como una “bomba de tiempo”.

Hay tres elementos comunes al diagnóstico que condicionan la política económica del próximo presidente. En un extremo, el agotamiento del “viento de cola”, es decir, el fin del ciclo alcista de las commodities; en el otro, la enorme presión inflacionaria que significaría una nueva apuesta a un dólar “alto” al estilo salida de la Convertibilidad, en una economía con una inflación ya elevada a pesar del uso del ancla cambiaria (4); en el medio, una presión tributaria en niveles récord. Dicho de otro modo, no hay de dónde sacar plata, como no sea recurrir al endeudamiento externo. Es eso o el ajuste. O mejor dicho, eso y el ajuste, porque no hay forma de sostener el gasto existente a pura deuda. Como sea, ya el actual gobierno había intentado recurrir al mercado externo para diluir el ajuste en el tiempo y preparar un aterrizaje suave. La magnitud, sin embargo, asusta: “100.000 millones de dólares a lo largo de 5 años”, declaró Javier González Fraga ya hace tiempo.

Como veremos en la tercera parte de esta nota, en un próximo número de El Aromo, dedicada a la “herencia” política del kirchnerismo, los principales obstáculos a la crisis en marcha son de orden político. En efecto, son los condicionantes políticos los que ordenan la vía del endeudamiento masivo. Con un atraso notorio del tipo de cambio, un porcentaje importante de la burguesía pide a gritos la devaluación. Ya sabemos lo que eso significa. Tanto Macri como Scioli se han manifestado en contra del cepo cambiario, lo que implícitamente quiere decir devaluación. Eso lleva a inflación y, por lo tanto, a conflicto con los sectores más poderosos del movimiento obrero. Ambos también se han manifestado a favor del “saneamiento” de las cuentas estatales, lo que lleva a una crisis con la población que vive de subsidios (incluyendo los jubilados), y con el resto del movimiento obrero, si se piensa que buena parte de esa “limpieza” tiene que ver con la eliminación de subsidios a las tarifas de servicios públicos.

Un simple repaso de la magnitud de estos problemas da una medida de la reacción que pueden generar. La devaluación, para llevar la paridad más o menos a 2007 debería ser cercana al 50%. Según datos de Orlando Ferreres, los empleados públicos de nación, provincias y municipios pasaron entre 2003 y 2015 de 2,38 millones a 4,27 millones, un incremento de 79%. Los jubilados de los mismos ámbitos pasaron de 4,27 a 8,8 millones (106%). Se entiende que una devaluación, acompañada de reducción de las retenciones y del impuesto a las ganancias, puede tener un efecto devastador sobre las finanzas públicas, cuyo “rojo” (de 180.000 a 200.000 mil millones en 2015) es, en dólares, el doble de lo que recibió la Alianza en 1999. La única forma de mantener los gastos estatales en salarios y jubilaciones sería bajar los subsidios a los combustibles y las tarifas. Se produciría un ahorro de unos 8.762 millones de dólares, según calcula, otra vez, Ferreres, pero la magnitud del golpe sobre los salarios del “sinceramiento” puede imaginarse si se recuerda que las tarifas argentinas de gas y electricidad residencial son casi el 10% de lo que se paga por ellas en el resto de América Latina. No se trata, entonces, de una simple “corrección”, sino de una auténtica reestructuración completa de las variables, lo que va a llevar, necesariamente, a una rebelión social, salvo que una catarata de dólares venga a ponerle vaselina al proceso. En ese caso, la crisis se postergará, acercándose a la situación griega actual o, lo que es lo mismo, a la Argentina 2001.

Un gato en una botella

¿Qué es lo que verdaderamente “entrega” Cristina al próximo presidente? Es evidente que una bomba de tiempo. Pero eso no agota el asunto. Lo que en verdad entrega Cristina es lo mismo que recibió: un país encerrado en una botella. Me explico.

La Argentina es un capitalismo chico, agrario y tardío. Siempre fue un capitalismo chico, aún en su época de esplendor. Cuando se dice que la Argentina estaba entre los primeros seis países del mundo en 1910, se miente. Lo que se afirma es que el PBI per capita se encontraba entre los primeros del mundo. Se entiende por qué: una población muy escasa, con una producción agraria muy elevada. Pero la medida en cuestión es una de todas las formas posibles con las que se pueden estimar tamaños relativos entre países. Sirve para entender algunas cosas (qué tan productivo es un país, por ejemplo, aunque de manera limitada y deforme, es una de ellas), pero no otras. Puede llevar a confusiones enormes. Por ejemplo, que un país con un PBI per capita elevado es un país “grande” o “avanzado”. Baste señalar que las Islas Malvinas tienen hoy uno de los más altos del planeta para darse cuenta de la falacia que esto encubre. Comparando tamaños de PBI en forma directa, la Argentina de aquella época no era mucho más grande que… Dinamarca, un país secundario de Europa. La Argentina sigue siendo un país chico (en términos de acumulación de capital). Por ejemplo, si aceptamos la medida del PBI oficial, hoy día en EE. UU. "entran” más de cuarenta Argentinas. ¿Qué problema hay con el tamaño? Que la economía mundial es una guerra de todos contra todos y es la productividad del trabajo lo que allí cuenta, lo que marca la ventaja competitiva y, por ende, el lugar del país en el mercado mundial. La productividad es resultado de la escala de la producción, es decir, de su capacidad técnica. Un país chico siempre pierde contra uno mayor.

La Argentina es un país tardío. Es decir, llega al mercado mundial tarde, cuando ya otros países han desarrollado una vasta escala de acumulación en la mayoría de las ramas productivas. La Argentina tiene industria textil en 1920 - 30; Inglaterra en 1750. La Argentina tiene industria automotriz en 1960 - 70; EE.UU., en 1900. Así podríamos seguir. Hoy, el PBI de la Argentina no alcanzaría para comprar la producción anual de Toyota y General Motors. Si vendiéramos toda la región pampeana al precio de la tierra en Pergamino, no alcanzaría para comprar la producción anual de ninguna de las dos empresas. Llegar tarde significa atraso y el atraso difícilmente se recupera. Los principales países del mundo, en 1860 - 70, eran Gran Bretaña, Francia, ¿Alemania?, EE. UU. En 1910, Gran Bretaña, Alemania, EE. UU, Francia, ¿Japón? En 1950, EE. UU., ¿Alemania?, Gran Bretaña, ¿Francia?, Japón. En la actualidad, EE. UU., China, Japón, Alemania, o tal vez, EE. UU., UE, China, Japón. Han transcurrido 150 años prácticamente sin cambios en la cima, salvo la variación relativa entre los mismos actores ya presentes hace cien. Solo China ha venido sumarse al podio. En 150 años. El que arrancó primero, sigue primero o muy cerca de la cima.

¿Eso significa que no hay posibilidad de romper las leyes del mercado o, al menos, hacerles trampa? Sí. Es más, todos los días se le hace trampa al mercado. Las devaluaciones, los aranceles preferenciales, las barreras para-arancelarias, el dumping, los subsidios, el endeudamiento, son todas formas de “trampa”, que buscan mejorar la condición relativa de cada país. Pero son “trampitas”, porque duran poco y tienen un efecto muy limitado. Entre otras cosas, porque los perjudicados ejercen represalias o imitan al tramposo.

Hay formas mucho más importantes de la estafa. La más usual para los países con tradición de economías pre-capitalistas importantes, es una masa importante de desocupación latente en el campo. Millones y millones de campesinos que se ofrecerán, tarde o temprano, como mano de obra regalada. Este exceso de población explotable genera una tendencia secular a la caída de los salarios y permite compensar el atraso relativo. Esta es la base de experiencias como México, Brasil, Corea del Sur y el sudeste asiático en general. Obviamente, la gran estrella en este campo es China. No es el caso de la Argentina.

Hay otra forma, muy efectiva, que deriva de cuestiones geopolíticas y tuvo un gran peso durante la Guerra Fría. Países pobres que, por estar situados en posiciones estratégicas, recibieron tratamiento preferencial en relación a mercados, créditos, tecnología, etc. Corea del Sur, de nuevo, Taiwán, Japón, Alemania, son ejemplos obvios. Tampoco es este el caso de Argentina, un capitalismo chico y tardío, sin otros mecanismos de compensación de su atraso relativo que su carácter agrario.

En efecto, ¿por qué es un elemento de compensación su naturaleza agraria? Por dos razones que explicaremos rápidamente y que ameritarían un tratamiento más detallado. La primera: la agricultura es una rama de la producción atrasada, no porque su capital sea más “pobre” tecnológicamente (tenga menos “composición orgánica”, como diríamos en términos marxistas) sino porque su velocidad de rotación es más lenta (un capital más pequeño que “retorna” a su dueño luego del ciclo de inversión más rápidamente, se reinvierte también más rápidamente y, por lo tanto, a lo largo del año se invierte más veces: 10 $ invertidos diez veces da un capital total de $ 100, $ 50 invertidos una sola vez da un total de la mitad). ¿Por qué? Porque el tiempo de producción en el ciclo agrícola está sometido a la estacionalidad y la acción de elementos naturales. Esto determina que la rama agrícola sea una en la cual la composición orgánica del capital es baja a pesar de su alta mecanización.

En el momento de la formación de la tasa media de ganancia, se produce un fenómeno extraño: con poca tecnología y mucha mano de obra, la plusvalía es mayor, dado que la fuerza de trabajo es su productora. Luego, las ramas de la producción donde domina la fuerza de trabajo, es decir, las más atrasadas técnicamente, deberían tener una mayor tasa de ganancia, porque en ellas se produce más plusvalía. Al revés, las que dependen de grandes inversiones en capital constante (máquinas, edificios, etc.), son productoras de escasas masas de plusvalía, luego su tasa de ganancia debería ser menor. Hay aquí un problema: ¿quién invertiría mayores masas de capital para obtener una tasa de ganancia menor? Luego, si no se le garantizara una ganancia por lo menos igual a la media de toda la economía, no invertiría en esos sectores, se iría a otros, dejando a la sociedad sin los productos propios de su rama: no habría acero, energía eléctrica, etc. Por eso, los bienes de esas ramas tienden a pagarse por encima de su valor individual. Para que eso suceda, masas de plusvalía tendrán que pasar de las ramas de la producción en la que esta se produce en exceso, a las que se quedan escasas de ella, de modo de compensarse mutuamente. Se forma así la tasa media de ganancia y a cualquier capital le dará lo mismo, entonces, invertir aquí o allá. Lo mismo, exactamente, no: dado que las ganancias son finalmente la expresión de la tasa por la masa, cada capital obtendrá una ganancia equivalente al tamaño de su capital multiplicado por la tasa media. Luego, todo capital que puede moverse hacia el cielo de la composición orgánica, lo hace porque allí están los grandes negocios. (5)

¿Qué tiene que ver esto con la agricultura? Que en tanto su composición orgánica es menor, debería ceder plusvalía. Un país básicamente agrícola debiera ceder trabajo propio al extranjero. Pero, a diferencia de otras ramas, en la agricultura la tierra no es simplemente el lugar de asiento físico del capital sino el objeto mismo de la producción. Luego, la propiedad de ese objeto adquiere aquí un lugar central y su dueño reclamará la porción de plusvalía que le corresponda. ¿De dónde sale esa masa de plusvalía que va a parar a la propiedad agraria, es decir, de dónde sale eso que Marx llama renta absoluta (el derecho de cualquier propietario, aún el de la tierra peor, de exigir una participación en el negocio agrario)? No puede salir de una amputación de la ganancia del empresario agrícola, porque si no éste no obtendría la ganancia media y no invertiría. Forzosamente tiene que salir de fuera del sector. En concreto: la agricultura no participa de la formación de la tasa media de ganancia, porque la plusvalía producida en exceso queda retenida bajo la forma de renta (absoluta) de la tierra. Un país agrario como la Argentina, tiene un capital de baja composición orgánica pero que retiene en sus fronteras, por la renta absoluta, la plusvalía que perdería.

Pero además, la Argentina tiene la mejor tierra del mercado, lo que significa algo mucho más importante que lo anterior. En efecto, ese “regalo de Dios”, puesto que no es producto del trabajo humano, es un bien no reproductible, es decir, que no se puede “fabricar”. El mercado demandará siempre primero la producción de la mejor tierra, porque es la que ofrece los costos más bajos. Pero si ella se acaba, no queda otra que ocupar tierras peores. En ese proceso, el precio de los productos agrarios termina alineándose siempre con la tierra peor, lo que significa que los precios de esos bienes tienden a aumentar rápidamente con el crecimiento de la demanda. Si el productor de la tierra peor pone el precio, el de la tierra mejor recibirá un ingreso extra a sus costos, precisamente por tener la tierra mejor. Un país agrario con la tierra mejor, Argentina, no sólo no ve amputada su plusvalía por la renta absoluta, sino que recibe un ingreso extra: la renta diferencial, es decir, la que surge de la diferencia entre los costos de la tierra peor y la mejor. ¿Quién paga eso? El consumidor de los países compradores. Dicho de otra manera, la Argentina es una gran estafa mundial.

La existencia de ambas rentas le ha permitido a la Argentina apropiarse de una masa de plusvalía superior a la que le corresponde por el tamaño de su capital. Actúa y se desarrolla como si fuera un capital de mayor tamaño del que realmente es. Esto genera una serie de consecuencias políticas, sociales y culturales que veremos en sucesivas notas, pero en lo que aquí importa, esto explica por qué la Argentina vive pendiente de la lluvia, de las tormentas solares, de soja, yuyos y otras yerbas. Cuando los precios del mercado mundial están en alza, la Argentina vive como si fuera más de lo que es. Cuando los precios caen, la Argentina se desploma. Eso no fue así siempre.

En efecto, mientras dominaba la producción agraria y el peso del PBI agrario superaba al industrial (y al no agrario en general), más o menos hasta los años ' 40 del siglo pasado, la economía argentina, arrastrada por el campo, funcionaba bien, como un padre joven que lleva a su pequeño hijo en hombros. A medida que pasa el tiempo, el padre (la agricultura) envejece y el hijo (el PBI no agrario) crece. Tarde o temprano, el anciano se desplomará y cesará todo avance, porque la industria, salvo contadas excepciones, no tiene capacidad competitiva, se limita al mercado interno, protegida a costa de transferencias de plusvalía que entra al país vía renta diferencial. En conclusión, desde 1950 la economía argentina describe ciclos de ascenso y descenso violentos que la imaginación popular atribuye a la maldad de alguna gente (los planes de “ajuste” neoliberales). La explicación es otra: agotada la capacidad compensatoria de la renta agraria, la economía sufre las consecuencias de su atraso. Será en ese momento en que aparecerán otros mecanismos de compensación, mucho menos eficientes, como ya vimos: la devaluación (es decir, la destrucción de valor por la desvalorización del trabajo nacional), la inflación (el abaratamiento de la fuerza de trabajo), la venta de activos estatales (privatizaciones) y el endeudamiento (la promesa de producción futura de plusvalía). Cualquier lector mayor de edad que viva en este país, sabe que esos elementos han marcado la vida nacional durante los últimos sesenta años.

Dadas estas limitaciones, el país describe momentos de euforia y se olvida de la crisis por un cierto tiempo, cuando esos mecanismos reajustan la economía argentina. Cuando se agota su carácter compensatorio, es decir, cada 7 o 10 años, la economía vuelve a la “realidad”: 1975 - 1982 - 1989 - 2001 - 2008 - 2015. Esos momentos son más importantes cuando un súbito ascenso de la renta viene a sumarse a ellos. Eso es lo que caracteriza al ciclo kirchnerista: un brutal ascenso de la renta diferencial, o lo que es lo mismo, a las virtudes de ese “yuyo” llamado soja. Su agotamiento nos devuelve, otra vez, a la cruda realidad: un capitalismo chico y tardío sin otros mecanismos de compensación de la renta agraria cuyo poder mengua con el tiempo por más que la producción agrícola aumente sustantivamente.

No se trata, sin embargo, de una simple repetición: a medida que la Argentina se achica, va describiendo una espiral de agotamiento y descomposición social (narcotráfico, violencia, miseria, embrutecimiento, etc.) que describiremos en otra entrega. Y no porque el capitalismo local no crezca, sino por lo contrario. El capitalismo argentino se desarrolla igual que cualquier otro, solo que dentro de los estrechos límites de la experiencia que hemos relatado. En consecuencia, como en cualquier otro lado, la sociedad se polariza, hay menos ricos más ricos y más pobres más pobres, se expande la desocupación y la expropiación social de la masa de la población. Pero en los países en los que eso se produce en combinación con una economía dinámica, ese mismo proceso genera las condiciones para la expansión del propio capital, que conquistará mercados y crecerá, ofreciendo, tarde o temprano, ocasión para una recuperación social. En el caso argentino (y el de otros países por el estilo, Venezuela, por dar un ejemplo), se trata, lisa y llanamente, de sangre, sudor y lágrimas para nada. Como un gato que crece dentro de una botella (como he visto que es costumbre en algunos países asiáticos), la sociedad argentina crece y, al no poder superar los límites históricos que la apresan, se comprime y se deforma para adaptarse a ellos. Como veremos en la parte final de esta secuencia, sólo fuera de estos límites, es decir, fuera de las relaciones capitalistas, puede la población que constituye esta experiencia tan particular, darse un futuro que valga la pena.

El “regalito”

De esto se trata: la Argentina que deja Cristina al próximo gobierno es la misma que le han dejado a ella, a su marido, a De la Rúa, Menen, Alfonsín, Videla, Perón, Onganía, Illia, Frondizi, Perón. Todos ellos han sido parte del problema, no de la solución. Son expresión de una clase social que no tiene más propuestas que estas. Por eso vemos a todos rotar permanentemente entre políticas solo en apariencia distintas, hoy “neoliberalismo”, mañana, “nacionalismo”, pasado “desarrollismo”, y vuelta a empezar. Es el síntoma de un agotamiento histórico. Los problemas coyunturales que deja Cristina se van a “solucionar” a la manera en la que lo han hecho siempre, estirando una vuelta más en la espiral de degradación social. Esta es la herencia que se pasan de manos unos y otros, como en el juego del gran bonete, mientras la masa de la población, en particular, la clase obrera, la ve pasar sin intervenir decidida y definitivamente en el juego. Mientras ese jugador se mantenga inmóvil, o peor aún, participe de él como auxiliar de los otros, como simple alcanzapelotas, viviremos una degradación sin fin. O mejor dicho, con final trágico.

NOTAS:

(1) Esta “compilación” es una síntesis de las opiniones de economistas de tendencias relativamente dispares, pero coincidentes en el “diagnóstico” que ella implica: Miguel Kíguel, Javier González Fraga, Rogelio Frigerio, Roberto Cachanovsky, Lucas Llach, Alfonso Prat Gay, Juan José Llach, Daniel Heyman, Orlando Ferreres, Luis Palma Cané, Miguel Bein, José Luis Machinea, Roque Fernández, Raúl Cuello y Jorge Vasconcelos. Fueron tomadas de las siguientes publicaciones: La Nación, 26/5/2015, http://goo.gl/W8ZMxe; La Nación, 1/6/2015, http://goo.gl/gbr0ZR, El Comercial (tomado de Infobae), 5/6/2015, http://goo.gl/ooWguu, El Cronista, 28/2/2014, http://goo.gl/m7CEVD, Perfil, 7/6/2015, http://goo.gl/52KwwG, Sitio Andino (en base a DyN), 18/3/2015, http://goo.gl/cjdFcb, Diario Uno, 15/3/2015, http://goo.gl/0T3BUk, El Economista, 27/3/2015, http://goo.gl/LlCSXW, Infonegocios, 12/3/2015, http://goo.gl/f2TEy0.

(2) La Nación, 14 de julio de 2015.

(3) Enrique Szewach, en Perfil, 12/07/15, “Grecia 2015, la Argentina 2002 y la Argentina 2016”.

(4) Economistas de la Fundación Mediterránea calculan en más de $ 20 el monto de un nuevo “dólar alto” para estimular el mercado interno y abaratar los costos en términos internacionales.

(5) Pidiendo disculpas al lector por lo apretado del asunto, lo remito a mi libro "La Cajita Infeliz", Ediciones ryr, Buenos Aires, 2013, capítulo 4.

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