Por Silvana Melo
(APe).- Tantas veces la verdad -o una máscara que se le parezca- se instala en los bordes y no en el centro iluminado de los discursos. Tantas veces aparece en los vacíos y no en la completud. Tantas asoma en lo no dicho y no en la trama enmarañada del debate. Donde la médula pasa por la estética, la frase de efecto y la chicana, suficientes para retener audiencia y generar picos de rating. Donde es implacable la exigencia de ser showmen y no estadista. Animador y no transformador. Gerente del capital y no artesano de la felicidad popular. Garante de un statu quo y no deshiladores de la desigualdad.
Dice Foucault que “el discurso manifiesto no sería al fin de cuentas, más que la presencia represiva de lo que no dice, y ese ' no dicho ' sería un vaciado que mina desde el interior todo lo que se dice”.
Todo lo que ambos alegatos partidarios sistémicos desplegaron en la noche del domingo, en un debate de showmen garantes de un estado de cosas, estuvo marcado por lo “no dicho”. Un vacío “que minó desde el interior” todo aquello que se dijo. Apenas una espuma sobre una superficie resbaladiza. Que se esfuma en segundos.
Los debatientes de la vanidad, de la insustancia, que medirán el largo de sus fortunas el domingo próximo no hablaron de la tierra profunda. De los confines por donde se caen los desechados. De la construcción de un mundo desigual (acá, en los pies del continente) donde algunos tienen las llaves de ciertas puertas y otros no la tendrán jamás. No hablaron del desastre que la mala nutrición hace en las cabezas y en los huesos de los niños. No hablaron del hambre como un crimen inexcusable en un país atravesado por un modelo extractivo que no deja centímetro sin cultivar, sin explotar, sin drenar. No hablaron de cómo los envenenan los agroquímicos que caen del cielo como la lluvia o los tóxicos de lixiviación que brotan desde bajotierra. O los metales pesados que respiran y aspiran al borde del río.
Los hombres que se clavaban entre sí flechas fluo con frases picantes no hablaron de los chicos que aprenden menos si viven en Villa Corina o en San Isidro. Si viven en Villa 20 o en Colegiales. Porque si viven en villas o asentamientos no sólo se alimentan con menos nutrientes: también toman agua mala, respiran nubes tóxicas y cuando juegan patas en barro absorben absesto o mercurio.
Hablaron de los narcotraficantes como entes sin rostro que acechan en la oscuridad de los estados. Pero no de los pibes estragados por venenos que fuman para olvidarse, para ser por un rato, para librarse de tantas muertes que amenazan en la esquina. Hasta que una de ellas se los lleve. No hablaron de sus policías ni de los gatillos ligeros de sus policías ni de los negocios de sus policías ni de las balas por la espalda con las que, dicen sus policías, se suicidan los pibes de las barriadas.
No hablaron, los príncipes del sistema, de los ceamse sociales donde la gente sin casa y sin tierra se apila en calabozos sin techo, en suelos blandos de basura donde no hay cimiento que aguante. De las cárceles a cielo abierto, como las describe Alberto Morlachetti, de “las zonas de no derecho, los sectores en problemas, los barrios prohibidos o salvajes de la ciudad, (…) territorios de privación y abandono a los que se debe temer, de los que hay que huir y es necesario evitar pues constituyen focos de violencia, vicios y disolución social”, como define Loic Wacquant.
Tan lejos están de los desafortunados que para ellos es lo mismo un trapito que un narco. Un limpiavidrios que un transa. Esos a los que expulsan de la calle con sus colchones al hombro que las bandas de crimen organizado.
Tan lejos de la gente de a pie que Sergio Berni -la mano de hierro de la gendarmería en la ruta-, está dispuesto a trabajar con ambos debatientes sea cual fuere quien se entronice el domingo. Claramente lo dijo. Claramente, como una síntesis de la cercanía entre los debatientes. Y de la distancia infinita con todo aquello que queda a sus pies.
Los debatientes se reprochan no llegar a los 180 días de clases pero el problema de la escuela pasa por su esencia. Y de eso no hablaron.
No hablaron de un sistema educativo que legitima la escala de desigualdad social. Que replica los cortes tajantes del sistema. Los privilegios y las cesantías. Y eso no cambia con 180 o 2.000 días de clase. Para los debatientes la desigualdad está en la naturaleza del ser humano. En las entrañas del mundo. Y es inexorable.
Tan lejos están, los debatientes, de un mundo donde quepan todos los mundos. De un sueño que sueñe una felicidad igualitaria.
De niños como sujetos políticos que encarnen en sus naranjas de malabares la fundación de una tierra justa. Sin soja en las banquinas ni desmontes empujados por la frontera agrícola, pero con espigas fuertes y cerros azules.
Con mapuches que bajen sus cabras a la veraneada y wichis en pie, tejiendo cestas de paja, comiendo chaguar y zanahorias para no morir.
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