Por Jorge Wejebe Cobo
Los ataques terroristas del viernes 13 de noviembre de 2015 que dejaron más de 120 muertos en Francia realizados por el Estado Islámico (EI), solo tiene algún precedente con una campaña llevada a cabo a finales de la década del cincuenta y principio del sesenta del siglo pasado por la OAS (Organización del Ejército Secreto), integrada por extremistas de derecha implicados en acciones de atentados dinamiteros y asesinatos en Argelia y en el país galo.
En aquella ocasión las víctimas principales fueron los independentistas argelinos y representantes de gobierno francés del presidente Charles de Gaulle, quien negoció con los revolucionarios del Frente de Liberación Nacional la salida del ejército francés de Argelia, proceso que culminó con la proclamación de la independencia de ese país en 1962.
Pero en esta ocasión el nuevo terrorismo demuestra lo contradictorio del apoyo de EE. UU., la OTAN, incluyendo Francia, a la oposición armada contra el gobierno del presidente Bashar al Asad que enfrenta unos mil grupos rebeldes que, se calcula, cuentan con 100.000 combatientes junto al propio Estado Islámico con vínculos con Al Qaeda.
El apoyo contempló entrega de armas y de todo tipo de logística desde el 2011, fecha en que se inició estimulada por Occidente la crisis siria, a organizaciones llamadas moderadas por EE. UU. y sus aliados, pero que presentan demasiadas coincidencias con el Estado Islámico por lo que parte del arsenal que les envían y no pocos de sus combatientes nutrieron las filas de los terroristas islámicos, los mismos que están detrás de las matanzas.
Aunque tampoco se le puede imputar a Occidente una completa pasividad ante las atrocidades del Estado Islámico que ha degollado, quemadas vivas y fusilados demasiadas personas, incluyendo niños y mujeres en vivo y divulgadas por internet, para que públicamente algún gobierno los apoye en pleno siglo XXI..
Pero las campañas de bombardeo que han realizado hasta ahora contra los efectivos del EI en Siria, poco han contribuido a la derrota de esa organización que ya ocupa también parte de Irak y tiene en su poder campos de petróleo que le remiten más de 10 millones de dólares diarios de utilidades por ventas ilegales de crudo, que se realizan con bastante impunidad, y cuentan con el sosten solapado de servicios especiales y los gobiernos de países árabes del Golfo Pérsico, como Qatar y Arabia Saudita, todos aliados a la política norteamericana en la región.
Además detrás del entusiasmo por acabar con el régimen sirio, no se ocultan los intereses de los EE. UU. y sus aliados de acabar con un país no dispuesto a servir de comparsa a la geopolítica estadounidense e israelita en la zona y de paso desalojar a las fuerzas navales rusas de su única base en el Mar Mediterráneo establecida en Siria.
Por ello Rusia, el aliado más importante de El Cairo, jugó su carta más fuerte recientemente e involucró a su aviación que, con información más precisa del Ejército Sirio, ha pulverizado objetivos del Estado Islámico con un buen ritmo, e invitó a los estadounidenses y a la OTAN a colaborar en la lucha común contra sus fuerzas e incluir a Siria y a su ejército que lleva el peso de esa dura contienda, pero hasta ahora solo recibió tibias respuesta de esa coalición.
Además, los hechos terroristas en Francia recuerdan lo peligroso de tratar de utilizar o esperar que el terrorismo fundamentalista sea Al Qaeda o su clon, el Estado Islámico, puede servir también para alcanzar los objetivos de los EE. UU. y la OTAN de derrotar al gobierno sirio, como si el 11 de septiembre del 2001 no hubiera ocurrido.
Es de esperar que, de esta pesadilla, se saquen las experiencias útiles y realmente se inicie una cooperación internacional efectiva para erradicar esta amenaza global contra la humanidad.
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