Por Ilka Oliva Corado
Después de la tragedia de traslado que vive el indocumentado en su travesía hacia Estados Unidos le espera el limbo migratorio, en este país que ve como objetos y mano de obra barata a los millones que se van hacinando con los años en las áreas marginales de este enorme corral que tiene apariencia de la tierra del nunca jamás, pero que en realidad es una mazmorra hedionda a xenofobia.
Ese peregrinar que no acaba: ser expulsados de sus países de origen por gobiernos corruptos, por un sistema colonizado y desigual que los margina y los avasalla, y por una sociedad indolente y egoísta que carece de humanidad y capacidad de reacción. Así es la vida de los parias que también son perseguidos y violentados en el país de traslado, de los cuales pocos sobreviven al genocidio migratorio y les queda el estigma de sus vidas convertidas en lastres, en profundas heridas incurables. No hay nada material que logre llenar el vacío de lo que se perdió para siempre.
Al otro lado de la frontera, en este chiquero de porquería, no los espera ningún sistema inclusivo, ninguna oportunidad de desarrollo y también son perseguidos por las autoridades migratorias, explotados laboralmente e imperceptibles para la sociedad que tiene la jactancia de proclamarse diversa y enriquecedora de culturas.
El indocumentado no existe en ningún lugar como ser humano. Es un bulto. Es una herramienta de trabajo. Es un volcán de despojos que el sistema quiere lanzar al vertedero más lejano para que queden limpias las calles de tanta miseria y luzcan los rascacielos el poderío anglosajón. El indocumentado es una hilera de niños cortando hortalizas de sol a sol en los campos de cultivo, muchedumbres trabajando tres turnos al día en fábricas de chimeneas humeantes en la época del frío. Adolescentes marginados sin oportunidad alguna para soñar. Ancianos sin beneficio de jubilación. Enfermos que mueren en soledad porque el sistema de salud les niega atención médica.
A nosotros los indocumentados no nos ven como seres humanos, los estudiosos nos ven como el párrafo de un texto, representamos la oportunidad para una ponencia que les abulte los títulos, que les acerque los contactos, que les dé apariencia de intelectuales, de tener conciencia. Para los políticos somos un trampolín. Los cineastas y narcotraficantes nos ven como mercancía segura. Los comerciantes como el nacimiento de oro verde. La familia que se quedó, como remesas.
El sinsabor de no tener documentos que permitan la movilidad, la oportunidad de un trabajo con beneficios laborales, que obligan a vivir con el temor constante de una deportación hacen del migrante una psicosis que ni los más prestigiosos psicólogos y psiquiatras pueden comprender. Es que, para entender al migrante indocumentado, hay que ser migrante indocumentado. Solo el que es paria entiende a los parias.
Son silencios, oscuranas, sueños frustrados. Son sensaciones, emociones, sentimientos, son tacto. Son recuerdos, son pesadillas, insomnios. Más allá de esa espalda que trabaja, de esas manos grietadas, de esa boca que intenta mascullar el idioma extranjero por necesidad, hay un ser humano sensible, que ama, que crea, que aporta. Que son parte de un todo.
Se van obligados porque el país de origen los lanzó fuera de la entraña, en la intemperie se vuelven migrantes, por las circunstancias indocumentados y extranjeros. No tienen un sitio estable, un lugar donde formar un hogar, porque el sistema no se los permite, siempre tienen un pie aquí y el otro allá. No son de allá porque se fueron, no son de aquí porque no existen para el sistema. ¿Qué son entonces los migrantes indocumentados? Son un limbo migratorio. Un caos que explota constantemente como volcán.
Es como verse obligado a caminar todos los días a todas horas sobre una cuerda floja que cuelga sobre un abismo. Es paranoia, ansiedad, depresión profunda, frustración, ira. Eso de carácter humano que no ve el sistema ni la sociedad. Que solo nos catalogan como estadísticas y números. Somos recovecos, ríos frescos, arboledas, somos cultura, tradiciones, somos poesía. Una hermosa diversidad rechazada por extranjera.
Y se casan y tienen hijos y se vuelven abuelos en el mismo limbo migratorio. Así hacen sus vidas los parias que se ven obligados a migrar. Entonces a consecuencia también se aprende a vivir el instante, el ahora, sin hacer planes, totalmente fuera de la zona de confort, porque siempre se vive al filo de la deportación.
¿Por qué se le teme tanto a la deportación? Porque el país de origen no ofrece esa oportunidad de vida integral a los deportados, a los que en ensueños desean regresar, llegan a un lugar de donde salieron obligados y que los vuelve a echar fuera. A un lugar donde no existen más porque se fueron. Llegan a otro limbo y si deciden quedarse serán extranjeros en su propio país. Dolor doble para el que vuelve. Una nueva herida.
Es compleja la tragedia migratoria, para entenderla hay que hacerlo con carácter humano y no acusador. Los indocumentados somos los parias de los parias, no existimos en ningún lugar. Estamos obligados a intentar florecer en cualquier lugar y a hacer de la atmósfera nuestro modo de sobrevivencia.
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