Por Gabriel Ángel
Alguna vez leí en un texto acerca del origen del término mamerto, que las clases dominantes endilgaron a los comunistas colombianos. Creo que tenía relación con los nombres propios de los máximos dirigentes del partido en un determinado momento, que terminaban todos en las sílabas erto. Y luego con un personaje de un programa humorístico de la radio, "La escuelita de doña Rita", que gozaba de gran audiencia hace muchísimos años.
El tema de los comunistas era la revolución, el levantamiento de la clase trabajadora a la cual era necesario concientizar y organizar. Y esa labor la cumplían en los principales puntos de concentración obrera, en las ciudades, y en las más conflictivas regiones rurales, donde impulsaban la lucha por la tierra. Eso chocaba con muchos intereses, más en un país en donde la discriminación y el desprecio por la diferencia eran casi norma generalizada de conducta.
En política lo respetable era ser conservador o liberal, y eso que el derecho a esto último se había ganado tras sucesivas violencias. En materia religiosa sólo cabía ser católico, había que oír el anatema contra evangélicos y ateos. El centralismo bogotano miraba por encima del hombro la provincia y ser campesino se consideraba motivo de vergüenza. Ser comunista se equiparaba a la vocación por el martirio, a esa gente es normal que la maten, se decía. Y se hacía.
Así que llamarlos mamertos y convertirlos en motivo de burla gozaba de enorme aceptación. Se los caricaturizaba para ridiculizar sus ideas y su lucha. Proletariado, burguesía, latifundio, explotación, saqueo, imperialismo, represión o bota militar se tradujeron como jerga característica de una minoría que sólo podía inspirar lástima. La cultura oficial, la de la gente de bien, se apoderó por completo del imaginario colectivo. Y con él, de la economía y el poder político.
Claro, la reafirmación del ideario y la lucha comunistas seguramente produjo una manera de ser y actuar en los militantes, como es natural en un grupo que padece el odio y la acechanza permanentes de sus contradictores. Pero, paradójicamente, fue en el propio campo revolucionario en donde germinó con más fuerza el estigma contra los comunistas. Los sucesivos cismas en la revolución mundial produjeron corrientes y todas estas apuntaron sus baterías hacia ellos.
Recuerdo que en la Universidad Nacional de los años setenta era chiste común afirmar que, en Colombia, había tres partidos tradicionales, el conservador, el liberal y el comunista. Todas las variantes de la izquierda se unían para chiflar y sabotear el discurso de los comunistas en las asambleas estudiantiles. Para muchas de ellas, el principal enemigo de la revolución colombiana no era el imperialismo ni la oligarquía, sino el Partido Comunista Colombiano.
Los mamertos, repetían orondos. Por ellos no había triunfado la revolución en nuestro país. Porque eran electoreros, burócratas, manipuladores, farsantes, todo lo contrario a un verdadero revolucionario. Que era en primer término odiar al socialimperialismo soviético, tanto o más que la CIA y el Pentágono. También estar contra la farsa electoral, aplaudir la lucha armada o sumarse a ella, cosa que pocos de ellos hacían en realidad. Lo importante era proclamarlo.
Algo tenían esos comunistas que no se rendían frente a la hostilidad de todos los flancos. Perseveraban en su trabajo y consolidaban muchas cosas. Valga decir, en honor a la verdad, que eran quienes más lejos llegaban en los campos del quehacer revolucionario en que se ocupaban. Pese a la acusación de legalistas y reaccionarios, los comunistas fundaron la primera guerrilla moderna, las FARC, sin ufanarse de ello y más bien negándolo con énfasis.
En adelante cada movimiento revolucionario armado que surgió en Colombia, emergió con la bandera anticomunista. Todos prometieron la revolución y la toma del poder que los incapaces mamertos jamás iban a conseguir. La mayoría defeccionaron, fracasaron o envejecieron sin que sus sueños se hubieran hecho realidad. Los mamertos siguieron y aún están ahí. Con igual optimismo y convicción, con la alegría de la juventud que se les suma a diario.
Los picaron muchas veces a machete en algún rincón de una región agraria, los baleó el Ejército en una operación militar o trabajo de la inteligencia. Los tirotearon los sicarios oficiales y no oficiales, los masacraron los grupos paramilitares, los desaparecieron, los apresaron y torturaron. Los persiguieron de manera implacable. No creo que en Colombia ningún otro movimiento político, incluida la Unión Patriótica, haya puesto más víctimas que ellos.
Y no lo digo por compasión. Es un oprobio que eso ocurra en esta tierra, en el país de dos océanos, enormes riquezas y todos los climas que nos enseñaron a amar desde niños. Hay unos directos responsables de eso, pero referirme ahora a ellos cambiaría el sentido de esta nota. Sólo quiero mencionar a uno entre tantos, el diario EL TIEMPO, el representante por excelencia de la caverna. Todos sabemos quiénes fueron sus tradicionales propietarios.
Así que a la luz de la historia, oír a Juan Manuel Santos, Presidente de la República, como lo fue su tío abuelo en tiempos de la guerra civil en España y la Segunda Guerra Mundial, distinguido miembro de una poderosa familia que se siente británica, asegurar ante un público universitario de élite, que las FARC son una guerrilla muy mamerta y por consiguiente no cree que alcancen nunca el poder, antes que una afrenta constituye más bien un aliciente para seguir adelante.
Nadie en Colombia ha combatido contra el poder de las clases dominantes, durante tanto tiempo y de tal manera, como lo han hecho las FARC. Sin arrogancia, me atrevería a decir que la saga de las FARC no tiene nada que se la compare en ningún lugar. Será por mamertas que Obama y Santos acordaron hacer las paces con ellas. Y permitirles por fin que se conviertan en la organización política legal que, durante largas décadas de confrontación, quisieron ser.
Claro, habrá que acordar unas sólidas y verificables garantías de que no seremos exterminados. Van a tener que acostumbrarse a ver a los antiguos guerrilleros en las plazas públicas, organizando a la población para tomarse el poder, haciendo política. En los barrios de Bogotá y demás. Desde las alturas nos mirarán y tratarán con desprecio. Nos llamarán mamertos e intentarán indicarnos cómo trabajar. No importa, ya veremos quién gana. En el ambiente se respira el cambio.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario