Historias de la policía de muerte fácil en la ciudad infeliz (APE) Historias de la policía de muerte fácil en la ciudad infeliz (APE)   Por Claudia Rafael       (APe).- Hace cuatro años el juez en lo Contenc...

Historias de la policía de muerte fácil en la ciudad infeliz (APE)

Historias de la policía de muerte fácil en la ciudad infeliz (APE)


 


Claudia Rafael 2


Por Claudia Rafael   


 


patrulla bonaerense(APe).- Hace cuatro años el juez en lo Contencioso Administrativo de La Plata, Luis Federico Arias -por estos días amenazado y asediado por pintadas que le anuncian que contra él “se viene la cuenta regresiva”- habló de pibes reclutados por la policía para el delito. El entonces ministro de Seguridad Carlos Stornelli (hoy de nuevo fiscal y jefe de la seguridad de Boca Juniors) puso el grito en el cielo. “Quiero pruebas”, casi gritó al unísono con el entonces ministro de (únicamente) Justicia, Ricardo Casal. Y Arias les devolvió la gentileza: mandó a la prensa, vía mail, el listado de 23 investigaciones penales de 2008 y 2009 por torturas a chicos de la calle. “En algunas de ellas se deja traslucir la idea de reclutamiento”, declaró. Hacía seis meses que habían asesinado de varios balazos a Daniel Capristo, en Valentín Alsina, Lanús. Y se supo además que el chico al que habían acusado de ese homicidio recibía de 30 a 40 dosis de paco por cada auto que robaba para la policía. No era algo nuevo. Pero sí, algo que prolijamente (y a veces no tanto) se ha escondido bajo la alfombra. Después de todo, en enero de ese año, desaparecieron en Lomas del Mirador, La Matanza, a Luciano Arruga. Se había atrevido a decir que no a los policías que querían cooptarlo para su propia red delictual.


A cada una de esas historias remite por estos días el homicidio de Jorge Alejandro Sosa, un techista de 46 años que vivía en Mar del Plata y por el que pasaron a disponibilidad a un comisario y a seis oficiales de la Comisaría Tercera, entre ellos, al que le disparó. El 8 de marzo entraron a robar a su casa. Sosa se asustó. Tenía un arma guardada. La buscó y disparó al aire. Asomó por la ventana. Y quedó cara a cara con un joven. Pero todo terminó ahí. Tres días más tarde, a eso de las 13 regresaba del trabajo. En una esquina cercana a su casa lo volvió a ver. Hablaba con dos hombres. Uno de ellos -según se sabría después- era el sargento de policía Carlos Córdoba. “Le propinó golpes en todo el cuerpo que por su intensidad y la zonas afectadas podían razonablemente ocasionar la muerte, en tanto se constató en la zona del tórax la fractura del 6º, 7º y 8º arcos costales derechos y en la zona abdominal desgarro y laceración en la cara anterosuperior derecha del hígado y laceración en el riñón derecho. Sosa fue trasladado a la Comisaría Tercera donde falleció entre las 16:30 y las 18:30 horas aproximadamente por shock hipovolémico producto de lesión traumática visceral abdominal”, se lee en la causa judicial. El testimonio de los médicos del Hospital Interzonal General de Agudos relató que recibieron a Sosa alrededor de las 18.30, que ya estaba muerto y que la rigidez de su cuerpo, el estado de las pupilas y la temperatura corpórea indicaban que no tenía vida hacía más de una hora. El terremoto intrapolicial que promete esta historia no es menor. Si se logra ir verdaderamente a fondo podría derivar en una radiografía perfecta del entramado policial del delito en esa ciudad que espeja las prácticas sistémicas de la bonaerense. Porque ¿cuál era el vínculo entre Córdoba y el joven con el que charlaba en aquella esquina cercana a la casa de Sosa? Como señal y por si acaso, una voz anónima hizo llegar al hermano del techista un mensaje: “Te metiste con la policía, vamos a matar a tu familia”.





Ahondar en los archivos asemeja el ingreso a un tunel profundo y oscuro que no ofrece chispazos de luminosidad en ningún rincón.


El 1 de abril de 2011, David y Cristian sintieron que nacían otra vez. Aquella noche los dos subieron al auto del papá de uno de ellos. Era un Fiat Uno, gris, con vidrios polarizados. Un patrullero de la Distrital Sur de Mar del Plata los puso en su propia mira. La instrucción penal que vendría luego concluiría que el modelo y marca de auto (utilizado en robos con mucha frecuencia), que los chicos usaran gorra con visera y que encima, se hubieran asustado porque no tenían registro y apretaran el acelerador, los ubicó en el sitial perfecto del peligrosísimo delincuente feroz y asesino que merece ser perseguido y acribillado. La versión policial fue contundente: los chicos les dispararon y ellos respondieron. Las pericias, sin embargo, los contradijeron: David y Cristian estaban sentados con sus espaldas sobre el respaldo de los asientos, es decir, no era una posición que permitiera disparar contra los patrulleros y el lugar de cada balazo (clavícula, espalda y región intercostal) en sus cuerpos apoya la tesitura. Con otro gran detalle: las ventanillas estaban cerradas. Cuatro policías de tres diferentes comisarías fueron separados de sus cargos. Y los chicos -a diferencia de lo que ocurrió con Braian Hernández, de 14 años, en Neuquén, en una historia prácticamente idéntica- sobrevivieron.


Cada relato pincela un prisma diferente del gran universo policial. En marzo de 2010 la periodista marplatense Belén Cano desnudó dos historias ocurridas en la misma comisaría tercera en la que murió Sosa. N. D. V. escapaba tras un robo. Fue detenido. Llevado a la tercera. Golpes. Patadas. Amenazas. Todo tipo de apremios. “Tiene un drenaje en un pulmón, le falta un pedazo de oreja y evidencia heridas en el rostro y la espalda”, escribió la periodista que luego concluye que “un desmayo le habría salvado la vida” porque luego el joven escuchó que decían “a éste no hay que llevarlo al hospital, hay que llevarlo a la morgue”. Lo habían dado por muerto. Al día siguiente desde la misma comisaría detuvieron por otro robo a I. F., que luego fue liberado porque no había pruebas en su contra. Belén Cano relató que mientras lo levantaban “de los pelos” y lo golpeaban “en distintas partes del cuerpo”, le decían “hacete cargo”. Igual que en tantos otros casos -por ejemplo el de Diego González, en la comisaría primera de Olavarría- hubo un médico que documentó que no había lesiones que claramente, saltaban a la vista.


Las prácticas van desde los sistemas de captación para las redes delictuales a las torturas a quienes no pertenecen a las propias estructuras de obediencia o bien, a aquellos otros casos destinados a vanagloriarse desde el más perverso ejercicio del poder. Como aquel febrero de 2011, a las 4.30 de la madrugada en Baradero, cuando Lucas Rotella, con escasos 19 años, escapó a un control policial por falta de casco y un policía le disparó sencillamente con su escopeta por la espalda y lo mató. O cuando en junio de 2010 fue asesinado Joel Minaberrigaray, de 16 años, por un policía de la misma y consabida comisaría tercera de Mar del Plata. El policía fue absuelto. Dos años y tres meses más tarde, Casación lo condenó.


Las historias -dolorosas, trágicas, lacerantes, injustas, perversas, cruentas o las mil adjetivaciones posibles y adaptables al perfil de la causa en cuestión- son, ni más ni menos, que la radiografía atroz de una policía que avanza o retrocede apenas un poco según lo permita o requiera el contexto político. Y en definitiva dejan al desnudo la práctica sistémica del brazo armado institucional: un ejército de más de 52.000 integrantes que suele ocupar las primeras planas de los diarios con una frecuencia pasmosa que, sin embargo, no la deja en la picota. Nada la cambió después de los crímenes de Kosteki y Santillán, ni después de la ineficacia en la causa Pomar y menos aún, tras el escandaloso informe por el crimen de la pequeña Candela. Está ahí. Como el eterno huevo de la serpiente de la perversidad. Que se expone o se agazapa. Pero que, como el sol, siempre está.

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