Por Silvana Melo
Foto: Marcelo Kehler
(APe).- Entre Verónica Osés, sus nueve hijos hacinados y Vaca Muerta hay algún eslabón perdido. Comparten, el yacimiento de hidrocarburos no convencionales y los nueve chicos comiendo de la heladera rota y la harina mordida por las ratas, el mismo territorio: la provincia de Neuquén. Tan sapaguizada como siempre. Tan bella y mapuche, tan Newenken, correntosa, arrolladora. Verónica Osés vive en una cueva que alguna vez fue una comisaría. Con sus nueve chicos amontonados, sucios, compartiendo garrapatas con perros sarnosos, infectándose de piojos detrás de las orejas. Ella sobrevive ahí, en una provincia que en poco tiempo verá crecer su PBI entre un 75 y un 100 por ciento gracias a los mil pozos que se perforarán para la explotación de Vaca Muerta.
Viven en el barrio Confluencia de Neuquén, donde los conflictos entre vecinos desataron una serie de allanamientos. Entonces la policía -la pata armada del Estado- descubrió a una mujer de 35 años con sus nueve niños hacinados en una casa en franco naufragio. Toda la ceguera social, las prolijas instituciones políticas que destinan el confín más invisible para los excedentes, los funcionarios y su mano de obra, todos se tomaron la cabeza y exclamaron el horror. Los niños aparecieron en las fotos de los diarios con la carita pixelada, los rotarianos y los fomentistas se preguntaron por qué los pobres tienen tantos hijos y el Ministro de Desarrollo Social (él sí merece ser nombrado con pompas) Alfredo Rodríguez dijo que “antes se tenían planes para tener hijos y ahora se tienen hijos para tener planes”. Es decir. Verónica Osés ha poblado el barrio Confluencia para cobrar la asignación por hijo y convertirse en acaudalada.
Ya en febrero de 2001 el diario Río Negro -que olvidó revisar su archivo cuando se descubrió la tragedia de Osés- había titulado una nota con palabras de la misma mujer, que tenía trece años y diez hijos y medio menos: " ' Necesitamos una vivienda urgente porque no podemos seguir viviendo así, amontonados como animales ', dijo Verónica Osés, una de las mujeres que sufrió las consecuencias del accionar de la policía durante el desalojo del lunes”. Ella y otros vecinos sin viviendas, venidos del barrio Los Pumas, habían tomado entonces casas del Instituto Provincial de la Vivienda en Confluencia. Y los habían desalojado brutalmente. La golpearon y tuvo que ser internada.
Trece años después, cuando Vaca Muerta se apresta a inaugurar la felicidad y la bonanza en Neuquén, a crear entre 40 y 60 mil puestos de trabajo nuevos y por cada uno tres más en otros sectores de la economía, nada anuncia que Verónica Osés y sus niños puedan vivir mejor. Trece hijos ahora, nueve en su casa, y ella tiene apenas 35 años.
Cuando la policía los encontró, despertó a los funcionarios de Desarrollo Social que dormían en la espera de la prosperidad. “Ropa, basura, restos de comida tirados, paquetes de harina roídos por las lauchas, una heladera sin funcionar con comida en mal estado, perros sarnosos e infestados de garrapatas y una familia de al menos 10 personas”, fue la descripción periodística del hallazgo policial. El mayor de los hijos de Osés tiene 21 años. Ella, 35. Fue madre primeriza a los 14. Ahí comenzó su derrotero, quince años antes de la asignación por hijo. Para el Ministro de Desarrollo Social (y para Ernesto Sanz y para Miguel Del Sel) que cree que las chicas de las barriadas se embarazan para cobrar.
En febrero de 2001 el desalojo estuvo en manos de los policías de la comisaría 19. Nueva la 19. Antes estaba en una casa ahora derruida. Donde vive Verónica Oses. Con su hijito menor, de nueve meses. La casa, cuando dejó de ser comisaría, quedó abandonada. La habían vallado para evitar que la gente de descarte de la Neuquén correntosa se la apropiara para vivir. Pero no lo lograron. Hace un año ella entró con los ocho hijos a su cargo. Para parir el décimo ya en casa. Es “una especie de búnker de guerra”, dicen los diarios. Tiene la mampostería derruida, las ventanas con rejas, marcas de balas en un portón trasero. Tiene la impronta de una comisaría aunque ya no lo sea. Y ella y sus niños yacen en uno de los calabozos sistémicos. Aquel del que nadie puede evadirse.
La recaudación provincial crecerá entre un 55 y un 80 por ciento, cuando los mil pozos perforados en la formación geológica estén abiertos. Y de los poros de las piedras fracturadas brote la riqueza.
Pero a Verónica y a sus innumerables niños nada les cambiará la vida. Los miran con las enormes lupas estatales para ver si se los pueden arrebatar. Aunque ella los ama y ellos también. Intentarán quitárselos ahora que los descubren, sucios y en abandono. Pero nada hizo nadie cuando ella necesitó, trece años y diez niños atrás. Entonces probablemente tenga más, en franco desafío a un mundo que se los devora y los tira al río o a la tierra.
Los tiene y los tendrá para no estar tan sola, a medida que se le van o se los mueren. Para ser dios un rato. Para arrancarle a la vida un cuajo de libre albedrío.
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