Foto: Claudia Rafael
Por Claudia Rafael
En tus venas sin sangre / no podrás morir.
En tu pecho vacío/ no podrás morir.
En tu boca sin fuego / no podrás morir.
En tus ojos sin nadie / no podrás morir.
En tu carne sin llanto / no podrás morir.
No podrás morir / No podrás morir /No podrás morir.
Jaime Sabines
(APe).- “El cuchillo es la continuación de la mano”, empieza la nota periodística que compartió en su perfil de twitter. Es la última actividad registrada en esa red social por el torturador (inspector) Fernando Pedreira, once días después condenado a 19 años de cárcel por “apremios ilegales reiterados en concurso real con tormentos”. Diez condenados. El jefe de la comisaría de Quilmes, Juan Pedro Soria, a 10 años por “estrago culposo seguido de muerte y omisión de evitar tormentos”; al cabo Hugo D'Elía, a 10 años, y al agente Juan Carlos Guzmán, a 9 años, por los "apremios ilegales". Al subcomisario Basilio Vujovich, 4 años de prisión; a los inspectores Jorge Gómez y Humberto Ávila, 3 años; a los agentes Gustavo Altamirano y Franco Góngora, 3 años y cuatro meses; y a la agente Elizabeth Grosso, a 3 años y medio. Todos ellos, por el delito de apremios ilegales. Once años transcurrieron. Exactamente ese número, que hubiera hecho de los cuatro chicos muertos en la masacre de Quilmes cuatro hombres, adultos, cuyas historias fueron escritas con fuego y con sangre.
El juicio en su totalidad constituye un manual de las prácticas sistémicas de la fuerza de seguridad. Desde el más alto jefe (Soria) hasta los agentes de menor rango (Altamirano, Góngora y Grosso), todos comprometidos en esa danza de muerte y horror que acabó con las vidas de Elías Giménez (15), Diego Maldonado (16), Miguel Aranda (17) y Manuel Figueroa (17).
Los desnudaron aquel día. Los pusieron contra la pared. Los estragaron a puro golpe de cachiporra. “Me fui a dormir y al rato cuando despierto era todo fuego. Mis compañeros gritaban ' abran por favor ' pero no hacían nada. El imaginaria iba de un lado a otro. El fuego era fuerte e intentamos apagarlo, pero finalmente se apagó solo”, contó un sobreviviente a los jueces. “Nos pegaban a todos. Como vi que me iban a pegar en las costillas, puse la mano y me estallaron las ampollas que tenía por la quemadura. La piel me quedó colgando”.
La perversidad es una sangría desquiciada. ¿Cómo se sobrevive ante tanta muerte? “Estábamos apilados y yo en el medio de la pila”, como una pirámide de dolor en la que el no respiro, la simulación de no vida, aparece como el único resquicio para la sobrevivencia. Que a veces es y a veces, no. “Fui el último en ser trasladado junto con Maldonado. Nos esposaron juntos y nos llevaron en móviles. Tardaron mucho en llegar. Mi compañero Maldonado les decía ' apúrense, no me quiero morir ' pero no se apuraban. Sabían ir al hospital pero paraban a preguntar sobre cómo llegar. No se apuraban. Al bajarnos me agarraron del pelo (mostrando su nuca) y nos llevan a la guardia. Ahí vi al menos seis chicos en camillas ya dormidos. A mí me dice el médico ' te voy a dormir porque estás grave' . Cuando desperté había pasado diez días en terapia intensiva”.
Elías, Miguel, Diego y Manuel no despertaron. Ya nunca lo harían.
“Los sistemas penitenciarios son parte de la anatomía política de un país”, escribe Pilar Calveiro. La comisaría primera de Quilmes constituyó parte medular de esa anatomía en la que un grupo de nueve hombres y una mujer, más todos los entramados policiales, judiciales y políticos que avalaron, construyeron, recrearon, permitieron, fueron engranajes imprescindibles. ¿Es posible acaso la tortura sin torturadores? ¿Es tangible la muerte bajo golpizas y bajo fuego sin manos que masacren, sin dedos que enciendan las llamas del estrago? ¿Hay, por caso,
muerte homicida sin criminales que ofrezcan su mano, su brazo, su corazón, sus entrañas, sus piernas bien puestas, sus conciencias y su rabia concentrada en un grito que se multiplica? Porque hay hombres y hay mujeres que cultivan la crueldad como oficio para regresar luego a sus cálidas y tibias casas a ser hombres y mujeres de familia. (“Pónganlos en pelotas y cáguenlos a palos”, puso un sobreviviente en palabras de Elizabeth Grosso, entonces embarazada).
Aquel 20 de octubre, el mismo día en que seis años después asesinarían al militante Mariano Ferreyra, eran 17 los adolescentes encerrados en la comisaría de Quilmes. Diez en el calabozo 2; siete, en el 1. “Por favor, no me peguen”, gritaban los chicos y es un grito que sigue resonando como ecos y que perseguirá a sus familias para siempre.
Ahora, Pedreira fue condenado a 19 años de cárcel. Soria y D´Elía, a 10. Guzmán a 9. Vujovich, a 4. Gómez y Avila, a 3. Altamirano y Góngora, a 3 años y 4 meses y la entonces embarazada Grosso, a 3 y medio.
No hay justicia. Nunca existe justicia real cuando cuatro chicos adolescentes son arrebatados a la Historia. Son arrancados con perversidad y odio del rompecabezas vital de la humanidad. Ellos ya no comen en su mesa ni sueñan sueños de barrilete. Aunque sus voces acalladas persistan en su reclamo.
“Los muertos -escribió Todorov- demandan a los vivos: recuérdenlo todo y cuéntenlo; no solamente para combatir los campos sino también para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve su sentido”.
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